El Guerrero del Antifaz

Culebrones nacionalcatólicós para niños de posguerra

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«La vida es un proyecto estúpido y sin ningún tipo de sentido. La única manera de sobrevivir es contarse mentiras». Woody Allen

En 2013 se han cumplido setenta años de la primera vez que Manuel Gago (1925-1980) dibujó al héroe más famoso del cómic español: El Guerrero del Antifaz (1943-1966). Narra la historia de un fiero guerrero durante la España de los Reyes Católicos. Descubre que aquel a quien creía su padre, Alí Kan, un reyezuelo musulmán, en realidad raptó a su madre embarazada. Al saber que es un noble cristiano cambia de bando, se pone un antifaz para que aquellos contra los que había luchado hasta entonces no lo reconozcan y dedica su vida a defender el cristianismo sacrificando su interés personal.

Gago, a pesar de morir joven, vivió desde la Segunda República hasta la instauración de la democracia. Él y su obra personifican, de muchas maneras, la historia del cómic español. Autodidacta, hijo de un militar profesional republicano encarcelado tras la guerra, representa una edad de oro del tebeo español bajo la influencia de Alex Raymond y Harold Foster, y de algunos pioneros del cómic de aventuras español, como Emilio Freixas y Jesús Blasco.

En sus trabajos se aprecia el proceso de aprendizaje de un dibujante. Aunque su extraordinaria facultad para armonizar esos dibujos con el texto revela aquello que define a un historietista y lo diferencia de un mero ilustrador. Sus dibujos, en ocasiones más descuidados que los de algunos de sus contemporáneos y con fondos difusos, dieron personalidad propia a los de la escuela clásica americana; sus guiones absorbieron y combinaron la tradición de la novela juvenil de aventuras, del folletín, de las narraciones histórico-medievales. Su obra como autor, una de las más personales y prolíficas, representa también la evolución del trabajo creativo en España: la lucha por los derechos de autor, usurpados por los editores, de los tebeos más vendidos de todos los tiempos (solo del Guerrero del Antifaz se editaron entre cuarenta mil y doscientos mil ejemplares de cada cuadernillo); las dificultades del emprendimiento empresarial; los condicionamientos de la censura y la evolución de las historias y de los personajes al compás de las mutaciones sociopolíticas, como se aprecia en las Nuevas Aventuras del Guerrero del Antifaz (1978-1981), que hubo de concluir su propio hijo.

Se han dicho tantas cosas sobre este personaje de cómic que da la impresión de que cada uno ve lo que quiere, como cuando Terenci Moix, en su Historia social del cómic (1968), veía una homosexualidad latente en la relación entre el Guerrero y el joven Fernando (figura literaria del escudero), que luego corrobora y tacha de posiblemente «perversa» Luz García Castañón, en un ensayo que, si te descuidas, te deja en la boca el sabor amargo de que Manuel Gago era poco menos que un propagandista fascista al servicio de la dictadura (Moros y cristianos en las narraciones infantiles árabes y españolas, 1995).

El Guerrero del Antifaz es, ante todo, reflejo de una época y de un lugar. Refleja la España deprimida y sometida de posguerra durante las décadas de 1940 y 1950; el acceso a la cultura de la infancia y la juventud de la época; la mitología de una determinada tradición cultural, literaria e histórica, convertida en mainstream; la imposición de unos valores y criterios morales durante siglos y la vacuna de refuerzo contra la heterodoxia que supusieron la dictadura, su implacable represión y su censura. Pero también refleja la penuria del trabajo creativo en España y la tradición de unos empresarios que han apostado siempre más por la cantidad y el corto plazo que por la calidad y el medio-largo plazo. Así que, en ese aspecto, cabe estar de acuerdo con Gabriel Albiac en que este cómic «era acorde con la fealdad universal» del contexto. Pero es dicho contexto lo que no se debe perder de vista cuando se critican el machismo, el racismo o la moral rancia de unos contenidos contra los que no podían o sabían luchar los autores, o la superficialidad y repetitividad de los guiones y la ocasional falta de calidad de los dibujos, algo de lo cual trató de corregir en las Nuevas Aventuras.

Desde este punto de vista, es cierto que los dos tebeos más vendidos de la dictadura, Roberto Alcázar y Pedrín (Juan Bautista Puerto y Eduardo Vañó Pastor, 1940-1976) y El Guerrero del Antifaz, parecen encarnar, al menos estéticamente, dos aspectos complementarios de la derecha española victoriosa del primer tercio del siglo XX: Roberto Alcázar y su «escudero» Pedrín, con sus cachiporras, son espejo del fascismo de cuño italiano y de actitud camorrista de los falangistas españoles; no hay más que ver el parecido más que razonable de los protagonistas del cómic con los de la película italiana Vecchia guardia, de Alessandro Blasetti (1934).

El Guerrero del Antifaz, en cambio, parece recoger la pasión por la cruz y la espada del franquismo y de su retórica nacionalcatólica, que tantas veces buscaba ejemplos en esa mítica construcción suya que era la España de la Reconquista. Aunque la censura era tal que, durante los años sesenta, prohibió las espadas y tuvieron que luchar a puñetazos.

El disfrute de El Guerrero del Antifaz no pasa solo por la comprensión de la coyuntura sociopolítica y económica, sino cultural. Triunfó también por ese medievalismo que tanto atrae al lector y que parte de los tópicos forjados a partir del historicismo, el romanticismo y el nacionalismo decimonónicos, aunque arrastrados en este cómic por un maniqueísmo virulento que alejaba las historias de cualquier pretensión de realismo. La verosimilitud, en cambio, se la otorgaba, por derecho propio, la constancia en la definición de los personajes.

No hay que perder de vista que el objetivo no era histórico ni político, sino fantástico. Son cuadernos de aventuras con pequeñas dosis de melodrama sentimental (o sea, un folletín ilustrado) en el que se narra la epopeya de un héroe y sus amigos luchando contra un enemigo peligroso y malvado. Da igual en qué contexto fuera ni quién fuera el autor: la Edad de Piedra, las intrigas palaciegas, la Edad Media o el Lejano Oeste… los argumentos simplones se repiten una y otra vez con el único ánimo de entretener a unos niños cuyas vidas adolecían de muchas precariedades.

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