Ortega y Pacheco

Matar jipis en las Cíes. Matar hipsters en Murcia

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Hace muchos, muchos años, en un país muy, muy lejano convivían con placidez las más delicadas maravillas de la modernidad y los empujes de una economía prístina y boyante en medio de una tranquila balsa de aceite de puritita confraternización cultural. Eras las distantes fechas de 1992 y por ese ignoto y olvidado territorio se sucedían fastos olímpicos e inauguraciones de postín; cada día se abría un nuevo local de moda contemporáneo y cada noche desfilaban marciales columnas de tacones bajo las piernas de estilizadas siluetas sonrientes, brillantes, felices y envidiadas. Artistas, arquitectos y músicos del orbe entero acudían a ese escenario que les serviría de catapulta intelectual. La nación bailaba bajo los focos del mundo y los focos le sacaban siempre su mejor perfil. Toda España vivía feliz bajo el puño de hierro en guante de seda que era el imperio de Custo Dalmau, de Jordi Labanda, de Australian Blonde, de Pepsi Max, de Desigual y del Mercado de Fuencarral. Toda España sonreía y se congratulaba de ser, al fin, moderna.

¿Toda España? No, en un apartado rincón, la irreductible mente de un verdadero español se resistía a que el país olvidase la auténtica naturaleza de sus habitantes; la idiosincrasia real de una nación impostora que vestía con el traje luminoso pero inexistente del emperador. Desde su abandonada provincia, ese hombre iba a enseñar cómo era y cómo siempre había sido España. Esa provincia era Valladolid y ese hombre era José María Aznar Murcia y ese hombre era Pedro Vera.

Aún tuvo que esperar hasta 1995 para dar a luz a los instrumentos de realidad brutal que nos pondrían a todos en nuestro sitio. Músicos modernos, arquitectos modernos, cocineros modernos y modernos sin adscripción oficial vimos con ojos atónitos el nacimiento de dos hermanos de distinto apellido que nos recordaban que España era el país de Ferrán Adriá, pero también el de las películas de José Luis López Vázquez proyectadas en un cine de sesión continua, de los, ejem, limones del Caribe en un anuncio de Fa, y de la masacre de Puerto Hurraco.

El propio Vera afirma que Ortega y Pacheco se crearon a partir del molde estético de los hermanos Izquierdo, que asesinaron a sangre caliente a medio pueblo de la Extremadura escondida en 1990. Es cierto, Ortega y Pacheco son el epítome del paleto rural: garrulos, catetos, borrachos, impermeables a cualquier inquietud cultural y social y alegremente propensos a la violencia inmediata como solución a los conflictos. Se diría pues, que su modelo es también el grotesco Bud Spencer, al que hacen copartícipe de varias de sus palurdas aventuras.

Toda persona culta, moderna y tolerante debería repudiar a estos energúmenos entre rictus de paternalista superioridad moral y asco profundo, y sin embargo…

Y sin embargo, Ortega y Pacheco no es solo uno de los comics más frescos y divertidos que podemos echarnos a los ojos; es también el ego zafio pero libérrimo de toda una generación de pánfilos bienpensantes. Nuestro Tyler Durden descerebrado que revienta el mundo desde ese espacio entre las tripas y el cerebro al que no queremos mirar, pero que sabemos que está ahí. Nuestro retrato de Dorian Gray pintado en un chiringuito de las fiestas de Lo Pagán, Murcia.

Si en 1981, Siniestro Total nos daba envidia por su naturalidad nihilista a la hora de Matar jipis en las Cíes, en la segunda mitad de los 2000, el advenimiento de la cultura hipster parece el campo perfecto para las andanzas de los dos hermanos murcianos, sus garrotas, sus chatos de vino y su botijo del tiempo. Porque seamos honestos, todos odiamos a los hipsters, hasta usted, hipster de Malasaña que está leyendo ahora mismo este artículo mientras se atusa su bigote irónico, se coloca su camiseta con un dibujo irónico de Naranjito y se apoya en su irónica bicicleta sin marchas, les odia. Usted mismo se odia por no ser más que la etiqueta frívola y superficial que reluce en una cáscara de modernidad fingida y completamente hueca. Por suerte, Ortega y Pacheco llegan al rescate de su maltrecha autoestima para recolocársela a base de mamporros y «olor a peo». Y créame que es la única manera de hacerlo, porque las hostias en el lomo son el último reducto de lo no ironizable, el bastión definitivo ante lo que no se puede ejercer la superioridad intelectual, la chincheta en los neumáticos de nuestra farsa social. Las hostias en el lomo son hostias en el lomo. Y duelen.

Desgraciadamente, la sociedad prefirió seguir idolatrando a Animal Collective, a Lori Meyers, a José Antonio Bayona, a David Delfín y a Bimba Bosé, porque, en 2012, una encuesta entre los lectores de El Jueves condenó a Ortega y Pacheco a la desaparición.

Yo, que no tengo las pelotas de hacer lo que hacían estos entrañables cenutrios lloro su pérdida cada día e imploro un segundo advenimiento que me libere de este fango disfrazado de brillantina entre el que me muevo. Mientras tanto, voy a ver si me saco unos euros vendiendo camisetas irónicas con las jetas bizcas y desencajadas de Ortega y Pacheco mientras se tiran un delicioso eructo.

3 comentarios

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A ver. Aznar es madrileño. De horrible familia madrileña. De estudios madrileños y fachas en el Pilar de Madrid. NADA TIENE QUE VER CON VALLADOLID. Fue presidente de la comunidad autónoma de Castilla y León como podía haberlo sido de la de Cataluña o de la de Murcia si le hubieran puesto.

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