Arzach

Arzach, o cuando Jean Giraud fue abducido por Moebius

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Si hay un cómic que recomendaría a cualquier profano en el género pero que fuese al mismo tiempo aficionado a visitar las grandes pinacotecas del mundo —porque supongo que a ningún buen aficionado al tebeo le resultará necesaria la recomendación— es sin duda la serie Arzach, compuesta de cuatro narraciones breves con las que el francés Jean Giraud revolucionó el mundillo a mediados de los años setenta. Por entonces estaba enfrascado en la confección de las exitosas aventuras del teniente Blueberry, el cómic del género western que lo había situado en el candelero. Pero Giraud, que por medio de su alter ego Moebius también elaboraba ilustraciones con temática de ciencia ficción, decidió seguir los insistentes consejos de algunos de sus amigos (muy particularmente su colega Philippe Druillet) y explorar más profundamente el género, creando un cómic de ciencia ficción propiamente dicho.

El resultado dejó atónitos a todos los aficionados: el famoso dibujante del clásico Blueberry se descolgaba con una extraña historia sin diálogos, protagonizada por un jinete solitario que en vez de caballo montaba un pterodáctilo, ambientada en un extraño mundo híbrido en el que no parecía haber demasiadas referencias reconocibles a los tópicos del género fantástico. La primera historia protagonizada por este nuevo personaje se llamaba como él, Arzach, y parecía ser poco más que un extraño sketch, por su descarnada sencillez: una mezcla de aventura, erotismo y un toque de humor tan llano que lindaba la categoría de tira cómica de un periódico. Sin embargo, el apartado visual resultaba difícil de asimilar de golpe y no solamente lo alejaba de esa categorización de sketch sino que lo situaba más cerca de la pintura clásica que del tebeo tradicional. No por las técnicas empleadas —que seguían siendo las propias de un cómic— sino por una apabullante profundidad artística hasta entonces prácticamente desconocida en el mundo de las viñetas.

Así que el sencillo chiste inaugural de la saga Arzach se presentaba bajo un formato de impactante barroquismo visual, repleto de detalle, donde la composición, las formas, los volúmenes y los intensos contrastes cromáticos producían la sensación de estar realmente asomando la mirada a un mundo que existía por sí mismo, pero sin padecer el desangelado mimetismo del hiperrealismo. La sobrecargada sensualidad de aquel estilo de dibujo, más propio de una trabajada ilustración aislada que de una sucesión de viñetas, nos hablaba de una considerable cantidad de trabajo insólitamente puesto al servicio de un argumento a todas luces improvisado. Y sí, Jean Giraud admitió que para dibujar Arzach se había dejado llevar por el subconsciente, dibujando sin ningún plan determinado y permitiendo que todo ese esfuerzo se derramase sobre el papel sin tener muy claro cuál iba a ser el resultado final, algo que rompía con las leyes básicas de todo dibujante de cómic profesional. Pero fue precisamente la evidente falta de planificación argumental una de las cosas que más impactaron a los lectores: Arzach parecía la representación de un sueño y estaba tan entroncado con el surrealismo como con la ciencia ficción. Es más, los lectores ya no eran «lectores», puesto que no había nada que «leer». Moebius había convertido su cómic en cine y no cualquier tipo de cine: era cine completamente mudo.

La ausencia de diálogo y la falta de información sobre la historia que contemplábamos le confería a todo una aureola de gratuidad que por necesidad debía contener significados más profundos. En realidad, esos significados que el lector pudiera inventar no estaban allí, o más bien estaban únicamente los que provenían de los recovecos de la mente de Giraud y que solamente él pudo explicar con cierto detalle más adelante. Detalles como los constantes símbolos fálicos, oscuridad y tenebrismo conceptual (no tanto visual) o referencias constantes a la muerte como por ejemplo el propio pterodáctilo de Arzach, que pertenece a una especie extinta y que además parece hecho de cemento, una sustancia muerta. Estos elementos, decía Giraud, hablaban de una infelicidad soterrada en el espíritu del dibujante, pero también respondían a una expresión inconsciente de su sometimiento a las modas del momento: se llevaba mucho entre los artistas parisinos de los setenta la noción de que una historia «tenía» que ser oscura para ser considerada profunda y de calidad.

Estas y otras explicaciones que Giraud nos ofreció sobre la breve saga Arzach tan pronto parecen serias como repletas de ironía y pueden encerrar tanta verdad, o no, como los giros sarcásticos con los que, conforme avanzaba la breve saga, seguía quebrantando las normas del «buen cómic». Una buena muestra: los siguientes tres episodios fueron titulados de manera ligeramente distinta (Harzak, Arzak, Harzakc), como si el propio Moebius estuviera riéndose del éxito de la marca. Como si Batman, tras el éxito, cambiase de nombre cada vez que se publicaba un nuevo número, dinamitando así toda posible idea de solemnidad o seriedad asociada a la serie como producto profesional. Por lo demás, la saga carecía de un hilo conductor lógico: cada capítulo parecía responder a unos resortes distintos (mi favorito de niño, cuando los miraba una y otra vez, solía ser el tercero, Arzach, que era «el más ciencia ficción» de todos). En realidad, esa indefinición propia de una divagación onírica era la única característica común en los cuatro episodios. Viendo el mundo de Arzach, no sabemos nunca nada: ¿Quién es Arzach? ¿Qué busca? ¿Por qué hace lo que hace? Su única motivación clara y visible es el sexo —o lo es al menos en dos de las cuatro historias— porque se siente atraído por exuberantes mujeres jóvenes y trata de conseguirlas, estando su camino hacia el sexo dificultado por diversas formas de monstruosidad (¿una expresión de la idea de pecado?).

La verdad es que resulta difícil extraer conclusiones claras más allá de lo que el propio Giraud pudo decir de manera explícita en diversos momentos, por escrito o en entrevistas. El planeta por donde viaja Arzach carece de lógica o posee una lógica que no podemos comprender a causa de nuestra carencia de información. Por ejemplo, vemos en ese planeta a humanos desnudos y demacrados que deambulan sin propósito aparente en manadas formadas solamente por varones, y también vemos criaturas extrañas —también masculinas— a las que nunca les faltan los genitales, por otro lado una de las obsesiones de Giraud. Sigmund Freud se hubiese frotado las manos con todo esto y a Giraud le hubiese divertido mucho, sin duda.

Bastantes años después de finalizados los cuatro primeros episodios, Jean Giraud alias Moebius (o viceversa) añadió un quinto capítulo en el que de nuevo transgredía las normas, aunque esta vez eran las normas que él mismo había creado, y ¡añadía diálogos a la saga! Para disgusto de muchos puristas del viejo Arzach, el personaje nos explicaba de primera mano quién era, de dónde venía y qué hacía en el mundo. Para colmo, su biografía entroncaba con una de las más conocidas historietas de ciencia ficción humorística de Moebius, titulada El desvío, protagonizada por el propio dibujante y por su familia, y consistente en una fascinante mitificación fantástica de sus vacaciones estivales. Sin duda alguna, este quinto episodio, en el que Moebius ejercía como desmitificador apócrifo de su propio trabajo, era un epílogo gamberro creado deliberadamente para destruir —o al menos parodiar— la aureola de mágico misterio que siempre envolvió los cuatro episodios anteriores. Pero las absurdas aventuras de Arzach, pese a los juguetones intentos del propio Jean Giraud, no perderán nunca esa aureola. Aunque Giraud quisiera sobreponerse a Moebius, enterrarlo bajo una pesada lápida de sátira, lo cierto es que nunca lo consiguió. Moebius había capturado a Giraud para siempre. Y para nosotros, sumergirse en las cuatro aventuras del «ptero-guerrero» es la manera más rápida y directa de soñar despiertos. Arzach no es un simple cómic. Es una experiencia.

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