Vernon Subutex. Primera parte

Cuando fuimos los mejores

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¿Cual es el criterio para valorar si la traslación de una obra de ficción de un medio a otro es una buena adaptación?¿El grado de fidelidad respecto al original?¿El respeto al argumento y a la idiosincrasia de los protagonistas?¿El mantenimiento de la misma ambientación cronológica y geográfica?

Tomemos como ejemplo esta primera entrega de Vernon Subutex, realizada por Luz —seudónimo de Rénald Luzier— a partir del volumen que daba inicio a la trilogía homónima de Virginie Despentes. Al parecer, y según sus propias pa- labras, la popular escritora francesa se mostraba más que satisfecha con el resultado final, hasta el punto de reconocer que el dibujante se había apropiado de la novela para facturar una obra totalmente nueva. ¿El secreto? Lo había hecho a partir del lenguaje del cómic, sin literaturizarlo.

Sin embargo, esto no es lo más importante. El Vernon Subutex de Luz, del que Despentes no se ha desentendido del todo, eso es cierto, es una historieta ambiciosa que funciona por sí sola, sin asideros prosísticos de ningún tipo. Es un cómic puro de larguísimo recorrido, consciente de sus propias dimensiones, que apuesta por un uso lánguido y adecuado del diseño de página, dependiendo siempre de las necesidades de cada secuencia, sin imponer un mismo estilo a lo largo de toda la obra. Plantea de ese modo un aprovechamiento total de la plancha como unidad narrativa, sin resquicios, sin espacios en  blanco inservibles que distraigan demasiado, y a partir de esa idea se lanza a pensar cada una por separado, únicas, pero conectadas mediante esa base común que otorga al conjunto una coherencia estilística lúcida y plena.

Caricaturista en medios como Charlie Hebdo, ya lo saben, o Les Inrockuptibles, Luz posee un dibujo suelto y libre, similar, para que se hagan una idea, al de Ramón Boldú, que permite cierta espontaneidad y un aire anárquico que impide predecir lo que el lector se va a ir encontrando. Y algo muy similar sucede con su uso del color, tarea en la que es asistido digitalmente por Mathilda. Por momentos parece que cada personaje tenga reservado sus tonos, desde los ocres que tiñen al principio cada aparición de Alex Bleach, uno de tantos fantasmas que deambulan por aquí, al verde que perfila la figura de Xavier, manchado de rojo cada vez que tiene (o imagina, mejor dicho) uno de sus arre- batos de furia, pero después nos damos cuenta de que las cosas no funcionan así. El coloreado encierra una función dramática más compleja e importante, que se rompe aquí y allá con blancos y negros sin sombra que todavía lo hace todo más impredecible.

El Vernon del título es, por supuesto, el actor principal, quien sostiene más o menos el peso de la historia, pero al mismo tiempo ejerce no de narrador, un papel reservado para alguien con mayor omnisciencia, sino de guía. Actúa a modo de cicerone por las calles de París, huyendo de los rincones reconocibles de la ciudad, para describirnos la tipología humana que la recorre, aunque renunciando a la exhaustividad entomológica para centrarse en un grupo muy concreto, el de sus amigos de juventud, o al menos lo que queda de ellos. En unos tiempos en los que las redes sociales han frivolizado hasta el infinito (y más allá) el concepto de amistad, al protagonista de esta odisea urbana el único recurso que le queda para mantenerse a flote son sus antiguos colegas.

Igual que el Ned Merrill interpretado por Burt Lancaster en El nadador (otra adaptación, esta vez de un estupendo relato de John Cheever), Vernon va de piso en piso desnudando, sin pretenderlo, las miserias de toda una generación, la suya. Viejos rockeros, actrices venidas a menos, escritores de tres al cuarto, que durante demasiado tiempo han estado idealizando su juventud, un pasado personal mítico que tal vez nunca existió, al menos en los términos en los que lo recuerdan. Cuarentonas y cincuentones que, más que del síndrome de Peter Pan, que suena al fin y al cabo demasiado romántico, sufren de una resistencia no a crecer, ni a madurar, sino a que el mundo, su mundo, cambie.

Es, en resumen, el testimonio del fin de una época, que cuenta además con su propia banda sonora, pues, al igual que la novela que lo ha inspirado, el cómic está bañado por la música rock, reproduciendo las letras, mostrando las carátulas de los discos o haciendo bailar las partituras. Un ingrediente fundamental que Luz controla a la perfección, como ya se encargó de mostrar en J’aime pas la chanson française o, más todavía, en Alive!

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