Pocas cosas encuentro más saludables en esta vida que (ver) machacar nazis. No solo hablamos de bienestar físico y emocional, sino que es también una apuesta comercial segura, como demostró en su día Tarantino con sus Malditos bastardos. También imperecedera, pues siempre vuelven. No importa cuántas veces creas que los has derrotado, a cuántos gerifaltes hayas colgado de una soga. Nunca serán suficientes, porque un nazi es como la energía, ni se crea ni se destruye, solo se transforma. Uno de los personajes de Pulp, penúltimo cómic del dúo que forman Brubaker y Phillips en publicarse en España —en Estados Unidos lo hizo en 2020—, le dice a Max Winters, el protagonista: «Lo vemos en el noticiero como si fuera algo distante que nunca nos tocará… pero este odio también está aquí, Max». El aquí al que se refiere Goldman es Nueva York, y el ahora es 1939, justo el momento en el que el Partido Nazi estadounidense era capaz de meter a 20.000 seguidores en el Madison Square Garden. El resto de la historia, afortunadamente, nos la sabemos. A ver ahora.
Desde que comenzaran su andadura en Sleeper en 2003, la carrera del dúo artístico más asentado de la industria comiquera ha conseguido marcar una época en las viñetas de género negro —quizás solo David Lapham le va a la zaga—. Paralela- mente a su trabajo en series largas —Criminal, la más exitosa; Reckless, la más reciente—, Brubaker y Phillips se han concentrado en la publicación de novelas gráficas autoconclusivas. Sirva de ejemplo este Pulp, como la también reseñada en esta misma publicación, Bad Weekend. Si en esta los autores hacían un ejercicio retrospectivo sobre las vicisitudes de la golden age de la industria, siempre bajo los códigos del noir, en esta ocasión el dúo retrocede un poco más en el tiempo para situarse precisamente en el momento de decadencia de la industria del pulp: novelas de bol- sillo de temática bélica, del oeste, ciencia ficción y terror, funda- mentalmente. Publicaciones que servirían de cantera para muchos de los escritores e ilustradores que inmediatamente comenzarían a hacer carrera en las viñetas y que basaban el modelo de negocio en el estiramiento infinito de personajes y tramas.
Brubaker y Philips, de nuevo acompañados por el hijo de este, Jacob, encargado de dar color a las páginas, cuentan en Pulp dos historias que fluyen de forma paralela. Por un lado la pasada, un wéstern crepuscular que es la propia vida del joven Max Winters, salteador de código ético en los últimos estertores de un Oeste finisecular que, civilizado a base de plomo y hierro, ha dejado de ser tan salvaje. Por el otro, la del mismo Winters en su propio crepúsculo vital, (mal)ganándose la vida como escritor de novelitas de ese Oeste del que otrora fuera protagonista. Enfermo, el viejo bandido planea ahora un último golpe con la única intención de asegurar el bienestar financiero de su pareja: robar a los malditos nazis locales. El personaje de Winters es quizás uno de los más redondos salidos de la factoría Brubaker en los últimos tiempos, en mi opinión, mucho más que el amargado Hal Crane.
En Pulp, el dibujo de Philips es nítido, bien perfilado, especialmente dotado en la parte de la historia situada en el presente. Jacob Phillips, por su parte, domina el juego de contrastes, ayuda a que los personajes destaquen en la página, a diferencia de las partes del Oeste, donde el grafismo se coloca al servicio de la memoria del protagonista, una memoria que, como no puede ser de otra forma, es ocre y sucia; quizás su mejor trabajo hasta la fecha.
Winters nos conduce también por sus reflexiones sobre la vejez cuando esta no va acompaña- da de estabilidad, algo de plena actualidad. Si algunas de las mejores cosas en Pulp son las partes de vaqueros —ojalá pronto nos regalen un wés- tern completo—, quizás el debe lo encontramos precisamente aquí. Brubaker y Philips quieren introducir una crítica social, lo mencionado, y el maltrato del artista a manos de la industria capitalista. El problema es hacerlo con calzador y en detrimento de la trama principal, lo que acaba por convencernos de que a la historia le faltan páginas para deleite del lector. El desenlace de Pulp se impone así de forma atropellada y en una especie de actualización de su propia influencia. Al principio de la historia, Winters es obligado por su editor a mantener vivo —y eternamente joven— a su personaje, pues el show debe continuar. Al final, la violencia se abre paso protagonizada por el hombre bueno, the last man standing, enfrentándose a pecho descubierto con el mal ante la imposibilidad de que se haga justicia. Un enfrentamiento condenado al fracaso más allá de la pírrica sensación de victoria. Como en la industria, en la vida tampoco hay posibilidad de jubilación.