La verdadera historia de Futurópolis

Historia de la historieta

Futuropolis Portada

Hay muchas formas de contar la historia del cómic, pero la de este álbum es, sin duda, una de las mejores. La verdadera historia de Futurópolis es un gran libro sobre una época clave en la evolución de la historieta francófona y, a la vez, es una grandísima historieta. Un relato en primera persona, ágil y divertido, lleno de pequeñas pero muy reveladoras anécdotas que conforman un retrato emotivo y muy valioso sobre una aventura editorial que transformó el mundo del cómic. Tanto es así, que buena parte de lo que hoy se publica en Europa tiene sus raíces en lo que estas páginas explican. Además, el libro repara otra injusticia histórica, la de poner fin a la inexistencia de álbumes de su autora, Florence Cestac, en castellano. A penas se habían publicado unas pocas páginas suyas dispersas en revistas como Cairo, Totem o El Víbora. Gran error. Cestac es uno de los grandes nombres de la historieta de humor francobelga, una gran dama de la BD que en el año 2000 recibió el Gran Premio de Angulema por el conjunto de su obra. Solo hay que ver cómo relata esta historia para darse cuenta de que estamos ante una excelente narradora, que controla en todo momento el ritmo de la historia sin que se note el esfuerzo en ello y sin que se le escape jamás de las manos, y eso no es fácil cuando se escribe un relato en primera persona. No hay que dejarse engañar por su dibujo jovial y de apariencia despreocupada.

Futurópolis fue un proyecto de Florence Cestac y de su compañero, el grafista Étienne Robial. Empezó como una librería en París y al poco tiempo, casi sin querer, se convirtió en una editorial. Pero no en una editorial cualquiera. Publicaba pocas obras, pero muy selectas. Y demostró tener buen ojo. Descubrió —o encumbró— a autores tan relevantes como Jacques Tardi, Edmond Baudoin, Joost Swarte, Max Cabanes o Enki Bilal, y recuperó a clásicos entonces olvidados, como Calvo, Raymond o Toth. Sus libros eran en blanco y negro, y cada edición se cuidaba al máximo para adaptarse al proyecto y al dibujante. Quisieron cortar con la tradición infantil y juvenil de la historieta francobelga y fueron radicales en su decisión. Solo así se entiende esa colección icónica y rompedora de gran formato, llamada 30/40, donde Jean Moebius Giraud publicó La desviación y en la que Tardi causó asombro con La verdadera historia del soldado desconocido (cuyo prólogo, en la reciente edición española, sirve de precioso complemento al álbum de Cestac). Este periplo cultural, que va de 1972 a 1994 —luego pasó a manos del grupo Gallimard, donde hoy sigue—, se mezcla con los cambios culturales de la sociedad francesa y con la vida personal de la propia autora, evocada con la misma sinceridad y sin necesidad de embellecer el pasado. El humor ayuda a mirar atrás poniendo la necesaria distancia. Como cuando está a punto de referirse a su separación, pero se frena, no por pudor, sino porque esa historia de crisis de pareja y de engaños ya la contó en uno de sus trabajos más recordados, Le démon du midi, obra inédita en español, pero de gran éxito en Francia, donde fue adaptada al teatro y al cine.

La trayectoria de Cestac como librera, editora y autora de cómics hace que su retrato sobre el mundo del cómic toque todos los palos. Desde la figura del coleccionista a la caza de los tebeos que le faltan hasta la participación de la empresa en una feria de cómic; desde los problemas de impresión y almacenamiento de los álbumes hasta la no menos complicada tarea de su distribución en librerías. Un asunto tratado con gran interés es el del mimo con el que se abordaba el aspecto de cada uno de los álbumes, en una época en la que ni el diseño ni la compaginación se hacían aún con el ordenador. Otros pasajes destacados son los que tienen que ver con el trato con los autores. Unas veces son grandes nombres, como Crumb, Tardi, Fred o Margerin, y otras veces son menos conocidos, aunque Cestac los evoca con cariño evidente, caso de Bodé o de Schlingo.

Haciendo de comparsa a la autora —y a la vez de contrapunto humorístico— aparece el personaje de Harry Mickson, una mezcla imposible entre el ratón Mickey y el detective Harry Dickson, que fue creado en 1974 por la misma Florence Cestac como mascota de Futurópolis y que protagonizó varias historietas. Es uno de los más claros guiños que este álbum hace a la histórica editorial, pero hay muchos más. Las páginas, por ejemplo, son en blanco y negro —eso resultaba casi obligado en este caso— pero es que, además, la portada del álbum es una referencia directa al diseño de la colección Copyright, en donde se publicaron las tiras de Mandrake, The Spirit o Blondie. Tal vez la edición española se podría haber acompañado de un epílogo explicando algunos detalles de la obra que pueden escapar al lector que no conozca esta editorial. Eso no impide en absoluto que el cómic se pueda leer y disfrutar con enorme interés, pero lo cierto es que, si además el lector conoce, aunque sea un poco, la trayectoria de Futurópolis o la historieta francobelga, entonces el libro resulta, sencillamente, inolvidable.

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