Hikikomori es una enfermedad de carácter mental originada principalmente en Japón a causa de la fuerte presión social que sufre el individuo, ya sea por acoso de sus compañeros, por las altas expectativas que tienen sus unidades parentales frente a un futuro poco definido o por la gran competitividad existente en el mundo académico para conseguir ser los mejores de su promoción; no se espera otra cosa de cualquier estudiante.
Los casos más comunes de esta enfermedad, definida por primera vez en Japón en el año 2000 y cuya traducción podría ser algo así como «aislamiento social agudo», se encuentran en preadolescentes y adolescentes que se ven incapaces de encajar en su círculo social y se forjan a golpe de aislamiento un refugio de fantasía individual.
Podemos determinar pues que Sempei Hinomoto, protagonista absoluto de esta historia sobrecogedora, es la consecuencia sobrenaturalizada del acoso social y la presión parental que hemos comentado hace apenas un par de párrafos. El mismo autor, Hideshi Hino, en las páginas introductorias, se esmera en describirlo como «un chaval de aspecto enfermizo que no sabía hacer nada bien», todo lo contrario a sus hermanos que son hijos modelo.
En el pobre destino de Sempei aparece la somatización de los problemas de adaptación que muchos adolescentes padecen en un gusano venenoso, de un rojo brillante (pese a ser una obra en blanco y negro), que él mismo vomita y que es la causa de todas las desventuras que se le vienen encima.
Tras la picadura del gusano rojo viene una larga transformación agónica, como un Peter Parker nipón sin la suerte de desarrollar superpoderes, ni la fortuna de Gregor Samsa, en la metamorfosis de Kafka, de amanecer ya transformado en un insecto gigante, Sempei empieza por perder las extremidades, tanto las superiores como la inferiores, de la forma más desagradable y orgánica que podamos imaginar, y poco a poco se va consumiendo su cuerpo humano, que sirve de vaina al ser diabólico que alberga, para dar paso a un insecto gigante, un gusano, incapaz de comunicarse con su familia. Yo no puedo ver aquí otra cosa que una clara similitud entre la historia del pobre muchacho con cualquier caso de hikikomori que, poco a poco, se van alejando de la realidad que les rodea para acabar por no comunicarse ni con su familia.
A partir de aquí el relato cobra tintes de una historia que todos recordamos, por lo emotivo y frustrante que resulta desde los ojos del protagonista. Son evidentes las similitudes con el monstruo de Mary Shelley. La creación del doctor Frankenstein; castrado socialmente y con serios problemas de adaptación, además de una clara falta de comunicación verbal; es rechazado por su entorno, incomprendido e incluso linchado.
Del mismo modo, Sempei Hinomoto, el niño enfermo, huye la relación humana y monta en cólera por los constantes desprecios sufridos siendo un niño, y especialmente ahora en su forma más mosntruosa, cuando él lo único que pretende es un poco de comprensión. Y, como el monstruo incompleto que busca amor, es excretado por su propia familia como un detrito humano cualquiera.
Es a partir de este momento que la historia desemboca en una espiral de violencia, odio, asco y melancolía que difícilmente dejarán indiferente al lector. Hidehsi Hino demuestra, aun con el carácter de un trazo aparentemente poco trabajado, gran destreza desarrollando escenas desagradables, plagando los momentos más escabrosos y gores de la historia, con una cantidad de detalle que los más aprensivos asegurarán con contundencia que no era necesario. Nada más lejos de la realidad. Aún bajo el prisma de crueldad de la trama, Hideshi Hino desarrolla toda la actividad argumental con un estilo sencillo y claro que recuerda a los principios más básicos de Yoshihiro Tatsumi (antes e sumergirse en la creación de sus famosos gekigas). Los rasgos de los personajes son breves, las caras simples, de poco detalle, llegando en algunos casos incluso a la caricaturización más elemental de los mangakas de la primera mitad del siglo XX.
El trazo de Hideshi Hino está tintado de un aura infantiloide, simpática, que impregna algunos momentos trágicos y desagradables de la historia con un aire anecdótico y casi enternecedor. Escenografías de putrefacción conceptual más cercanas a los mundos subpop de los momentos más surrealistas de Takashi Murakami, que del realismo descarado y preciso de Jiro Taniguchi. A mí me queda claro que El Niño Gusano es una obra desagradable en concepto, incluso, en ciertos momentos de calma, desagradable en imaginario; pero por el contrario, y ante cualquier pronóstico previo en el análisis al cómic de terror japonés, nos sueltan ante un mundo dulce y compasivo.
Hino nos regala una presentación dinámica y ágil, de lectura animada pese a la encuadernación tradicional japonesa de derecha a izquierda que el autor se encarga de ordenar de forma sencilla y accesible, con mucho ritmo, un ritmo tan frenético que al lector le dará la sensación de ver cómo el mundo cambia a su alrededor, sin apenas poder apreciarlo, como si manejara la máquina que llevó a un futuro posapocalíptico a Rod Taylor. Es pues, pese a lo horripilante y angustioso, una historia de terror con aires de fábula que engancha de principio a fin.
Altamente recomendable si te gusta la descomposición orgánica, la necrofagia y la violencia desmesurada con estilo infantiloide y claras reminiscencias a diversas historias megalíticas de la cultura occidental.