El arte de volar supuso un punto y aparte en la trayectoria artística de sus autores. No solo por la importancia del reconocimiento y de la proyección que recibió la obra, tanto a través del Premio Nacional de Cómic como por parte de la crítica y del público, sino porque la novela gráfica transcendía completamente cualquier contexto externo para instalarse en el terreno de lo personal. Para Kim Aubert, el dibujante, era la confirmación de su capacidad como autor, más allá de la constricción de las dos páginas que había marcado toda su carrera en El Jueves. Se desligaba de la alargada sombra de Martínez el Facha para demostrar que la narración larga no le era terreno vedado y que su versatilidad como dibujante no se acababa en la caricatura, con un trabajo descomunal que abarcaba desde la expresividad a la exhaustiva documentación. Por su parte, para Altarriba constituía una dolorosa catarsis personal, buscando las raíces de la relación con su padre mediante un largo viaje por una biografía que reflejaba la terrible historia que España vivió en el siglo xx. Dos esfuerzos titánicos para un cómic que ha quedado ya como una de las grandes obras del noveno arte.
Ante semejante bagaje, el anuncio de una especie de secuela, que se centraría en la vida de la madre de Altarriba, tenía demasiadas connotaciones negativas: parecía una broma pesada que intentaba explotar el gran éxito de su anterior creación para seguir exprimiendo la supuesta gallina de los huevos de oro. La duda era razonable, pero no si se conocía la carrera de Altarriba, que ha portado siempre la coherencia personal como bandera, tanto en su faceta teórica como creativa. Una constante a la que hay que añadir una necesidad de exploración casi eterna: cada una de sus obras marcaba, más que un logro, el descubrimiento de nuevos caminos expresivos. Su trayectoria como guionista se puede estudiar como una evolución continua en la que una creación establece ideas que, a modo de posibilidades insatisfechas,
crean los parámetros de avance de la siguiente. Y El ala rota no podía ser ajena a esta línea. No nos encontramos ante una simple explotación comercial, sino ante una realidad que Altarriba descubrió al estudiar la vida de su padre: en todo su recorrido, su madre aparecía como una figura apenas presente, un personaje relegado a secundario que generaba una ausencia tan tangible como evidente.
Altarriba decidió ahondar en la vida de su madre y descubrió que la mujer que se escondía en la cocina, presentada como callada y sumisa a los deseos del marido, era también protagonista de otra historia. Una historia común a muchas y que siempre había quedado encerrada tras la puerta de las casas. La vida de Petra era mucho más que el relato de una madre dedicada a su marido y a su hijo, era el reflejo de la vida de las mujeres en la posguerra española, invisibles para la sociedad. Lo ejemplifica perfectamente Altarriba con el descubrimiento, ya en el momento de su muerte, de que su madre padecía una grave lesión en el brazo que le impedía estirarlo. Una importante minusvalía de la que nadie se dio cuenta, porque ella lo ocultaba a todos, signo de esa invisibilidad autoimpuesta, pero también un indicativo de lo difícil de la tarea. Mientras que con su padre pudo crear una historia a partir de unas notas manuscritas, matizadas después con sus experiencias personales, de su madre no tenía más que pequeñas anécdotas y recuerdos dispersos. Tuvo que reconstruir por completo la historia de su madre, para lo que acudió precisamente a recuperar la historia de las mujeres durante la posguerra.
Más allá de una investigación sobre su familia, Altarriba realiza en El ala rota un doble trabajo: por un lado, la reivindicación del papel de la mujer en una sociedad oprimida que jaleaba la sumisión femenina desde la religión y el Gobierno. Por otro, una labor de reconstrucción que le lleva a revivir momentos clave de la historia española, como las intentonas de conspiración monárquica contra Franco a través del trabajo de su madre para el general Sánchez González. Dos vías que se van desarrollando en paralelo hasta componer una narración propia, complementaria a la contada en El arte de volar, pero independiente y diferente. Las dos obras avanzan con discursos específicos que las alejan de la homogeneidad, y, sin embargo, unidas, logran articular un discurso poderoso, en el que no existe posibilidad de establecer niveles. Como en el dicho «tanto monta, monta tanto»: ambas establecen su relación con el lector unívocamente, recurriendo a recursos narrativos y formas distanciadas (como puede ser el uso recurrente del discurso en primera persona del autor en la obra sobre su padre que desaparece totalmente en El ala rota). Pero cuando se leen juntas, en cualquier orden, la conexión que se establece entre las dos genera una lectura en la que los mensajes se retroalimentan para plasmar una realidad de fascinante complejidad. Una obra maestra.