El día de Julio

Que no acabe el día

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Cuando uno llega a casa, está deseando quitarse los zapatos, arrastrar los pies hasta la cama y apagar la luz. Morir debe de ser algo parecido. La vida no son dos días, como dicen, es uno muy largo y extenuante que te deja el cuerpo dolorido. Morir y vivir, en realidad, son casi lo mismo, simplemente se conjugan en un tiempo verbal diferente. Debe de pensar lo mismo el dibujante Gilbert «Beto» Hernández, cuya obra El día de Julio comienza con un fundido a negro y acaba del mismo modo: en la primera página, una boca que se abre, un bebé que bosteza, una vida que nace; en la última, una boca que se cierra, el viejo que aúlla porque llega su fin, una vida que acaba.

Enric Montefusco tiene una canción, parte de su disco Dentro de la luz, que dice: «Que a estas alturas te dé pena apagar la luz por primera vez, ¿cómo puede ser?». Terminaba pidiendo «que no acabe el día». Su anterior álbum, Adelante Bonaparte, era un ejercicio circular que comenzaba, al contrario que en El día de Julio, con una muerte —la de su padre— y acababa con un nacimiento —el de su hijo—. En medio, la vida de alguien llamado B. Ambas canciones entonan los mismos acordes, la letra parece similar, pero, en la primera, Todos de pie, la llamada que recibe B le produce desasosiego, y, en Canción sin fin, la llamada es para celebrar. «Suena el teléfono, suena el teléfono, yo ya sé quién es. Malas noticias, mira qué hora es. Luego llego a una habitación, hay una cama y consternación general. Dale un beso a tu padre, me dicen, dale un beso a tu padre. Alguien fusiló hasta la despedida, hasta la despedida», canta Montefusco en la primera. «Suena el teléfono, suena el teléfono, yo ya sé quién es, buenas noticias, mira qué hora es. Luego llego a una habitación, hay una cama y excitación general. Vamos, dale un beso, me dicen, vamos, dale un beso. Alguien me acercó algo que respira, algo que me mira», dice en la segunda.

Montefusco y Hernández parecen tener mucho en común en sus obras. No es casual que Julio, el protagonista que perfila Beto, nazca un día de 1900 y muera cien años después, en el 2000. «La vida es domingo», cantaba Montefusco, reduciendo todo un periodo vital a un solo día, del mismo modo que Beto resume la existencia de Julio a un día, como indica el propio titular del tebeo. Hay quienes le han puesto al cómic la coletilla de «historias de la migración latina», pero El día de Julio es mucho más que eso. Sería injusto darle un marco contextual tan pequeño y estanco a una obra tan inmensa como esta: se tratan temas como la homosexualidad, los abusos sexuales a niños por parte de un familiar, el rol de la mujer relegada a cuidar del hogar e incluso la lucha de clases.

Julio nace en un pequeño pueblo de México, en el que permanece hasta el día de su muerte. Se queda náufrago en su propio mar. Es testigo de cómo su entorno se va yendo, en gerundio, como una constante. A veces a otra tierra —la ciudad— en busca de trabajo, a veces simplemente bajo ella. Las cruces que dibuja Beto señalan las muertes de cada uno de sus familiares, separadas por cielos abiertos y blancos. Aquí no hay referencias temporales ni espaciales, solo elipsis que se suceden a lo largo de las cien páginas.

Mientras los que emigran usan el «allí», Julio siempre está «aquí». Es testigo presente de las idas y vueltas ajenas. No es casual que el autor haya elegido alargar la vida de su protagonista hasta los cien años, en los que, además, siempre está solo: el amor de su vida es un hombre, Tommy, al que también ve morir. Es el único momento del libro en el que Julio llora. Son cien años de vida en soledad, como referencia al título de Gabriel García Márquez.

La existencia de Julio está marcada por el lugar en el que nace, un pueblo pobre cuya única salida está en la frontera con Estados Unidos, donde los suyos —hasta cinco generaciones— siempre serán vistos como inmigrantes y donde tendrán que sumergirse en un mercado hipercompetitivo. Pero la tragedia encuentra en la supervivencia terreno fértil: Julio, además, tendrá que hacer frente a una homosexualidad que le arruga el alma y el sexo, y a los abusos de su tío Juan a varios críos de la familia. Nada que Beto no consiga narrar gracias al uso clásico de su negro sobre blanco. O al revés. En función de si se enciende o se apaga la luz.

Vivir es ir perdiendo cosas por el camino: los dientes, el pelo, la inocencia, aquel trabajo del que te quejabas, a tus seres queridos. Lo decía Montefusco: la vida es domingo, el día en el que reflexionamos y sentimos cómo el cúmulo de lo acontecido nos hunde en el sofá. Pedimos no despertar el lunes. Pero, a veces, si lo vivido no nos ha extenuado de felicidad, no queremos que acabe el día. Tampoco el de Julio.

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