Contrapaso. Los hijos de los otros

Las oscuras cloacas de la posguerra franquista

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Sirviéndose de forma brillante de las herramientas del género negro, Teresa Valero (Madrid, 1969) se ha lanzado de cabeza a las oscuras cloacas de la dictadura franquista para dibujar un documentado fresco de la posguerra española. Contrapaso. Los hijos de los otros no solamente refleja la miseria moral de una sociedad patriarcal y gris donde los vencedores siguieron reprimiendo a los vencidos de la Guerra Civil, sino también la existencia de quienes creían en la reconciliación de las dos Españas.

En esta su primera obra como autora completa, firmando dibujo y guion, Valero, veterana en la animación pero con contadas y compartidas incursiones en la historieta, presenta un cómic maduro, ambicioso y redondo, magníficamente ambientado en el Madrid de mediados de los años cincuenta. En ese escenario se suceden los asesinatos de mujeres, silenciados por la policía y la prensa porque, claro, «en la España de Franco esas cosas no pasaban».

Numerosos han sido los cómics que en los úl- timos años han contado la posguerra española, pero la mayoría lo ha hecho basándose en historias familiares de los propios autores —basta citar los casos de Antonio Altarriba en el díptico El arte de volar y El ala rota, o de Jaime Martín en Jamás tendré 20 años, que recrearon las experiencias de sus padres y madres— o de las vivencias propias, como Carlos Giménez. Valero opta en cambio por elegir diversos hechos y figuras reales, verazmente documentados, y por unirlos en una misma historia. Así, el lector queda atrapado a placer en una telaraña que la autora sabe tejer con múltiples hilos temáticos que fluyen y encajan en una bien urdida y truculenta trama tristemente basada en la realidad histórica de la época.

En ella se entrelazan el robo de niños a mujeres del bando perdedor en maternidades y hospitales para entregarlos a familias del régimen con las torturas en los interrogatorios de la Brigada político-social o la vida en las cárceles de mujeres, donde las presas creaban sus propias publicaciones clandestinas copiándolas a mano. Valero continúa con una clara denuncia de las prácticas de reconocidos y reconocibles psiquiatras —basados en las figuras de Antonio Vallejo-Nájera o Juan José López Ibor—, que practicaban lobotomías y electroshocks para «curar» a lesbianas y homosexuales o a mujeres deprimidas, y las teorías eugenésicas de famosos neurólogos que calificaban a los comunistas de seres inferiores y deficientes genéticamente. En sus viñetas homenajea al padre Llanos, que adoptó el comunismo para ayudar a los parias a construir con nocturnidad las chabolas de Carabanchel, y recuerda la represión policial contra los estudiantes universitarios contestatarios que se manifestaron en la huelga de 1956 por una sociedad sin vencedores ni vencidos.

Otra gran baza de Contrapaso son sus protagonistas, personajes complejos, con heridas y con muchos grises, ejemplos de vidas en un país dividido: Emilio Sanz, periodista de sucesos veterano, de la vieja escuela, y falangista desencantado. El director de su periódico le empareja con un joven y lanzado novato, Léon Lenoir, hijo de republicano francés muerto en la guerra y sobrino de un alto militar franquista. Y Paloma Ríos, una joven ilustradora, prima y amor adolescente de Lenoir, ejemplo de que en aquella España de omnipresente machismo también había mujeres que no se dejaban encorsetar por el rol de madres y esposas que les imponía el franquismo y la Iglesia.

Junto a ellos, secundarios que podrían parecer increíbles si no hubieran surgido de la pura realidad, como Paloma, una niña de 14 años que va con su padre a los alzamientos de cadáveres y autopsias, inspirada en la doctora Buitrago, una de las primeras forenses del país, todavía hoy en ejercicio y una de las fuentes a las que recurrió Valero.

El dibujo expresivo, detallado y documentado históricamente de Valero se suma a una paleta de colores, de fríos a cálidos, que se adecúa con tonos dominantes y sin estridencias a la temática de cada escena, contribuyendo al dinamismo que imprime a esta historia con envoltorio de thriller.

Y como hilos conductores, esos tres protagonistas condenados a entenderse, de cuya mano el lector entra en la redacción de un periódico de la época para conocer de cerca la censura, la autocensura y el control de la libertad de prensa que sufrían, o bien sometidos o acostumbrados o rebeldes o de buena gana, los periodistas de aquellos años. A través del sabueso Sanz y del inconformismo de Léon y Paloma, la autora recuerda a quienes agudizaron el ingenio para encontrar fórmulas de burlar y desafiar al lápiz rojo y poder difundir la verdad, aunque fuera leyendo entre líneas o clandestinamente.

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