«Desde que sufriste el accidente, tu coño huele diferente, Mónica». En Rubber Flesh desde el primer bocadillo la lectura es inquietante, morbosa, repugnante. Mónika Ledesma es programadora en una multinacional. Tras sufrir un accidente, descubre que su cuerpo es de biosilicona y se da cuenta gracias al sutil percance de que un grupo de silicodides genéticamente configurados para destruir ese material la han encontrado y han intentado matarla. Desde ese momento, todo es una orgía de sangre, sexo y carne de plástico quemada. Y siempre con mucho cuidado, cada trocito de piel que queda en el suelo, engendra a otro ser, a un clon.
Mientras que en España la modernidad en música y tendencias varias ha llegado generalmente por la vía de la importación, con Miguel Ángel Martín a finales de los ochenta y principios de los noventa dimos con un genio inigualable que, sin préstamos, creó su propio universo. Algo único, a medio camino de la ciencia ficción, el gore, la intriga y la pornografía; algo que no tenía nada que envidiarle a ningún otro tebeo. Miguel Ángel Martín es el gran maestro de su tiempo.
Rubber Flesh fue su primera colaboración en El Víbora. Un idilio que se prolongó durante años y dejó historias memorables, pero quizá esta, la primera que publicó, sea la más completa a la hora de reunir todas sus típicas características así como fue la que más sorprendió en su día. Poco después, el autor se convertiría en la pluma de todo el universo Subterfuge, como la portada del legendario primer disco de Sexy Sadie, al tiempo que su cómic Psychopathía Sexualis era secuestrado en Italia por incitar al suicidio, la pederastia y no se sabe cuántas cosas más. Pero sus tebeos no necesitaban impulsarse con la música pop o los escándalos. Rompían por sí mismos. En Rubber Flesh creó un futuro muy cercano, era muy fácil imaginarse inmerso en él en unos pocos años. Su ciencia ficción no transcurre en escenarios muy exóticos. Para esta historieta solo partía de la idea de los virus informáticos, que en 1993 aún sonaba a chino a la mayoría de la población, y algunos adelantos más, como la realidad virtual y fenómenos como los adictos a los videojuegos. Además, dio en el clavo en muchos detalles. Por ejemplo, Álex, el hijo de Mónika, «siempre ve la televisión a través del computador».
Era un universo donde la inteligencia seguía siendo un bien escaso entre las personas y el sexo, en todas sus variantes, con el matiz añadido de la biosilicona, era mostrado sin sutilezas ni tabúes. En aquel entonces su lectura era turbadora, las escenas eran atractivas y repelentes al mismo tiempo. Aunque lo más inquietante no eran estos detalles explícitos. Como luego ha ocurrido con toda la obra de Miguel Ángel Martín, lo que afectaba al lector verdaderamente era el negro sobre blanco, el guion, las palabras.
Un día cualquiera en la vida de Mónika Ledesma es, por ejemplo, conocer a un hombre y acostarse con él para relajarse. Tras hacer un sesenta y nueve, el hombre saca de su maletín una pistola extractora de cerebros —los saca del cráneo y los guarda intactos en un tarro— pelean y ella termina inconsciente estampada contra la taza del váter. En ese momento su hijo entra inocentemente en escena y el amante aprovecha para violarlo analmente. Mónika se despierta, coge al intruso y lo degüella con un trozo del espejo del baño. Descuartiza el cadáver, se va al trabajo y, cuando vuelve a casa, ¡sorpresa! su hijo está obligando a su hermano a hacerle una felación. «No es que me importe que pudieran ser gays, pero incestuosos es demasiado… sabía que la violación de Álex dejaría secuelas ¡pero no esto!». ¿No es conmovedor? Los personajes no perdonan la debilidad ni les gusta convivir con ella. Su falta de sentimientos o empatía da miedo, con todas las letras. La protagonista de Rubber Flesh, Mónika, es responsable, le gusta el sexo y lo necesita, pero al margen de eso nunca se deja llevar, no da rienda suelta a sus emociones. Y mención aparte merece que todo esto sucede con un dibujo limpio, de trazo elegante y genuino, lo que le revuelve a uno la tripa todavía más.
Ese dibujo y las citadas características del guion logran que Rubber Flesh sea una lectura fría a más no poder, que transmite desasosiego, pero siempre con un interés irresistible. La tecnología se impone sobre las personas, no ya como una infraestructura de la que se depende, sino como algo que desplaza a la propia naturaleza humana, una condición que no tiene lugar en su futuro más que como carne de cañón y objetos sexuales ocasionales.
El conjunto además estaba aderezado, entre capítulo y capítulo, de citas de personajes como Charles Manson o Lana Turner (sex symbol de los años cuarenta) y valiosos inputs sobre experimentos tecnológicos o armas de fuego, como la munición Rhino, cuya belleza reside, escribe el autor, en que se fragmenta ocasionando «fabulosas heridas» y es la que da nombre al capítulo más sangriento de esta saga.
Si no te da reparos adentrarte en un mundo aséptico, si te interesa la cultura ciberpunk, la tecnología entendida en su faceta más enfermiza, Rubber Flesh es una cita ineludible. Con todas las barbaridades que han pasado por delante de nuestros globos oculares desde los años noventa, es increíble cómo esta serie consigue seguir tocando la fibra, molestando, repugnando y atrayendo locamente; cómo consigue generar el inconfundible placer de estar pasándolo mal con una lectura.
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