Isolada

No es un tumor cerebral

isolada

Antes de que los lectores de estas líneas apunten con su dedo acusador, vaya por delante una confesión: sí, el arriba firmante también ha sido el traductor del cómic que nos ocupa. Así pues, tras disfrutar de la intimidad que supone trasladar a nuestro idioma la obra de una artista, no puedo pretender ser imparcial en la valoración de Isolada. Dejo dicho aquí que considero excelente este libro e intentaré, a continuación, ser más descriptivo que valorativo.

Ya antes de comenzar la lectura de Isolada, varias pistas apuntan a lo que encontraremos en su interior, porque ¿qué título es ese? El título original, Sunburning, no tiene sentido en inglés, aunque remita a «sunburn», una quemadura producida por el sol. A Keiler Roberts le gusta provocar en sus lectores una sensación de extrañeza, la misma que experimenta ella ante el mundo, y ese «isolada», a medio camino entre la insolación y el aislamiento, parecía cumplir la función. Tampoco la portada es la original (incluida en la portadilla del libro, pronto llegaremos a ella), pero esa imagen de la propia autora hecha un ovillo en el suelo con una perra (Crooky; amaréis a Crooky) sobre su espalda, ¿no recuerda a La pesadilla, el cuadro de Johann Heinrich Füssli tantísimas veces homenajeado (de Max a Robert Crumb, de Brian Bolland a Santiago Sequeiros)? Y la ejecución de la ilustración, por su acabado a base de acrílicos y por su motivo, ¿no recuerda al extraordinario Jerry Moriarty, a sus estampas tan cotidianas y domésticas como inquietantes, sugerentes, nostálgicas y misteriosas? Vaya, ya vamos viendo por dónde van los tiros, y todo indica que esto no va a ser el festival del humor… o, al menos, no es ese el concepto que mueve la obra, aunque habría que ser Buster Keaton para no reírse con muchas de las páginas de Isolada. Y llegamos a la portadilla, con una imagen en la que la autora se dibuja escamoteando las líneas que unen cintura con rodillas. Tenemos así a una mujer partida en dos, alargando los brazos con gesto angustiado hacia ese vacío que se ha formado en el centro de su cuerpo. Como dice su padre en la primera página del cómic, al observar ese dibujo, «No hay manera de conectar la parte superior con los pies. Es imposible». En efecto, a Keiler Roberts, como veremos a lo largo de Isolada, le resulta imposible conectar: con su cuerpo, con su entorno, con lo que se espera de ella como hija, madre, esposa y ciudadana. Tranquilos, no es un tumor cerebral —«Todo el mundo cree tener un tumor», le dice su médico—, solo es un trastorno bipolar.

Estampas costumbristas anormales y despiadadas en el seno de una
familia normal

Sometimes I scare myself, myself / They take me on meds, off meds, ask yourself / Shitcould get menacin’, frightenin’, find help […] See, that was my third person / That’s my bipolar shit, nigga, what? / That’s my superpower, nigga, ain’t no disability / I’m a superhero! I’m a superhero! Aunque Keiler Roberts no esté podrida de dinero ni se haya presentado a las elecciones presidenciales de Estados Unidos, es posible que se identifique con estas líneas de «Yikes», la canción de Kanye West, quizá el más ilustre afectado de trastorno bipolar del mundo de la música popular, después de Nina Simone. Como lo estuvieron (o pudieron estarlo, aunque en los casos más antiguos la enfermedad se diagnosticase —cuando se diagnosticaba— como psicosis maniaco-depresiva) luminarias literarias como Sylvia Plath, Ernest Hemingway, Virginia Woolf y David Foster Wallace. Keiler, no te suicides. Aunque no siempre se aluda a él de forma directa, este trastorno sobrevuela todas las páginas de Isolada, pero no como una amenaza, sino como un rasgo más de la personalidad, aunque complejo y problemático. En las estampas que componen el libro, de una o pocas páginas, y muchas veces sin estructura de presentación, nudo y —mucho menos— desenlace, Roberts apenas llega a sonreír en alguna ocasión. Se muestra antipática, incapaz de disfrutar del momento, rencorosa, egoísta, exigente. También asustada. También apoyada y comprendida: «Solo necesito encontrar algo que me cabree más», dice ella. «Siempre me tienes a mí», replica su marido, Scott. En otra escena, Scott pregunta a Xia, su hija en común con Keiler: «¿Qué crees que le gustaría [a mamá como regalo]?». «Pastillas», responde Xia con una sonrisa. La enfermedad de la madre es asumida por la familia de forma natural, a pesar de que, obviamente, provoque tensiones y complicaciones. Y si me he preocupado por mencionar los nombres de los personajes es, precisamente, porque también lo hace Keiler Roberts: no esconde sus vivencias detrás de seudónimos o álter egos. Su trastorno no lo padece un personaje imaginario, no es un trastorno genérico, sino uno muy concreto, que afecta a una persona concreta —personas, pues también afecta quienes la rodean— de una manera muy concreta. Y que, al ser presentado con esa sinceridad, con nombres y apellidos, puede ayudar a otros también de forma muy concreta. Hace falta valor, como decía Radio Futura.

«¡Oh, no!, otro tebeo sobre enfermedades», pensará algún lector. Bueno, en primer lugar, nunca habrá suficientes tebeos sobre enfermedades, ni sobre la Guerra Civil, ni sobre superhéroes, ni sobre maestros de la costura. Solo habrá buenos y malos tebeos. Este es uno de los buenos. Y, en segundo lugar, es un libro tremendamente divertido —es divertido incluso el dibujo— y que genera una empatía y una sensación de cercanía con los personajes como pocos (me vienen a la memoria los de Julie Doucet y Gabrielle Bell, por mencionar a dos autoras). Ah, Keiler Roberts ganó un Ignatz en 2016 y recibió una nominación por Isolada un año después. Si sabes lo que son los premios Ignatz, este es un tebeo para ti.

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