La Cosa del Pantano: American Gothic

La noche que descubrí los mitos de un país sin mitos

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Junto a cada brizna de hierba hay un ángel flotando que se inclina sobre ella y le susurra: «Crece, crece». Y a la brizna no le queda más remedio que crecer: los citoplasmas se desperezan y las vacuolas alargan las puntas de sus dedos. Las células de la brizna de hierba se ponen de puntillas hacia el sol y hacia las palabras del ángel, que tiran de ellas con la fuerza de mil marineros izando la vela mayor. Poco a poco, a la velocidad del amor, la brizna se hace más y más grande, hasta que ya no es una brizna. Ni siquiera es solo hierba. Junto a ella se han arremolinado varias hojas, dos o tres raíces y una flor; pero sigue creciendo cada día y el ángel sigue susurrando. Hasta que la brizna se convierte en un pequeño montículo verde y en su superficie aparecen dos minúsculos agujeros rojos que parpadean con curiosidad.

—Alec… ¿puedes verme? —dice el ángel.
—No… muy… bien…, pero sí… puedo… verte… Estás… preciosa.

Porque hace mucho tiempo que los ángeles no flotan encima de los Estados Unidos y quien susurra es Abby Arcane Cable, una mujer que estuvo en el infierno y regresó. Esa brizna de hierba le trajo de vuelta y por eso le habla y le ama.

El montículo que una vez fue brizna es ya una montaña verde de dos metros y ciento cincuenta kilos. Y camina con la consciencia de un hombre que se llamaba Alec Holland, pero sus hojas sienten el rocío que siente cada hoja que existe y que alguna vez ha existido en el planeta. Es una criatura universal conectada consigo misma y con todas las demás plantas a través de una red viva cuyo origen se pierde en las profundidades de la memoria. Es más antigua que el hombre y que el mundo. Es la Cosa del Pantano.

Cuando en 1983, Martin Pasko tuvo que abandonar los guiones del viejo personaje de Len Wein y Bernie Wrightson, DC Comics encargó la continuación a un inglés que apenas había cumplido los treinta. Es probable que a Wein, en ese momento editor jefe de DC, le hubiesen llamado la atención dos series aún incompletas que el joven escritor había empezado a publicar al otro lado del Atlántico: una tenía por protagonista a un superhéroe recientemente amnésico y la otra narraba las andanzas de un anarcoterrorista revolucionario que se ocultaba bajo la máscara de Guy Fawkes. Eran mucho más que eso, claro. Eran MiracleMan y V de Vendetta y el guionista se llamaba Alan Moore.

Y Alan Moore tenía claro que La Cosa del Pantano no podía ser ese personaje extraído de una película de serie B. Si la Cosa del Pantano iba a ser un verdadero cómic de terror, el terror tenía que construirse y deconstruirse a través de los ojos del país que iba a leerlo.

Y es que los Estados Unidos de América no son el Talmud y los ángeles no flotan sobre su hierba, pero podéis apostar el culo a que debajo de la hierba hay un infierno lleno hasta los topes. Quizá es un infierno joven como el propio país y quizá sus demonios también son jóvenes, pero son demonios al fin y al cabo. Y quien más sabe de estas lides demoniacas es otro inglés. Uno que es fumador empedernido, rubio y con la cara de Sting; que nació en las páginas de la Cosa del Pantano pero que acabaría siendo un icono del cómic americano: John Constantine.

Moore creó a Constantine casi como su propio álter ego. Un británico descreído y cínico que había visto demasiado horror. Un mago sin magia que había de guiar a la Cosa del Pantano por el oscuro y tortuoso viaje a través de los terrores de un país que es como un niño escondido entre las sábanas. En American Gothic, Alan Moore nos enseñó que los Estados Unidos son un chiquillo asustado con una linterna entre las manos, pero que no quiere iluminar debajo de la cama por miedo a que el monstruo que vive en su imaginación se transforme en carne.

Así, a lo largo de doce números, la Cosa del Pantano, que tiene un pie en la Tierra y otro en la eternidad, se cruzará con todos estos monstruos que habitan el subconsciente podrido del país más complejo y poderoso del planeta, pero que a la vez son los mitos de una sociedad que aún no ha tenido tiempo de crearlos. Mitos jóvenes, a veces propios y a veces importados, pero igualmente inconcebibles, herméticos e inmortales. Conducida por Constantine, que tiene un pie en la Tierra y otro en los campos de Lucifer, la montaña verde que una vez fue Alec Holland se enfrenta a vampiros en el fondo de un pantano de Illinois, a hombres lobo sedientos de luna en Maine, a zombis cabalgados por el viejo vudú de Luisiana y a pistoleros muertos en California.

Y al propio infierno.

Porque junto a cada glóbulo rojo y cada gota de savia hay un demonio que se retuerce bajo ellos y les grita: «Vuelve, vuelve».

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