La balada del norte. Tomo 3

El sueño de cada uno

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La figura de Alfonso Zapico es de alguna manera atípica en el contexto de los tebeos españoles, y lo es por unas cuantas razones. Primero, se estrenó con un álbum publicado directamente en el mercado francobelga (La guerra del profesor Bertenev, en 2006: ya ha llovido; aquí lo editó Dolmen en 2009). Segundo, ganó el Premio Nacional del Cómic con su tercer libro, Dublinés (Astiberri, 2011), y con solo 31 años. Tercero, porque es capaz de embarcarse en proyectos tan poco ortodoxos como construir una novela gráfica memorable a partir de una prolongada conversación entre Fermín Muguruza y Eduardo Madina: Los puentes de Moscú (Astiberri, 2018). Cuarto, por la valentía de enfrentarse al relato de un hecho histórico fundamental de nuestro siglo XX, la revolución asturiana de 1934, y hacerlo sin maniqueísmos, sin tomar partido por uno u otro bando. Quinto, y esto vendría a resumirlo un poco todo, por su adscripción a un género poco habitual entre nosotros: el histórico, abordado siempre, eso sí, desde una perspectiva muy personal (autoral, por tanto).

Si uno piensa en cómic histórico, casi de manera automática le vienen a la cabeza esos álbumes franceses de acabado pulcro y narración encorsetada, demasiado a menudo difíciles de distinguir entre sí. Los libros de Zapico no son así. De hecho, ninguno se parece a los demás; ni en planteamiento, ni en temática, ni en resultado final. El primero, centrado en la guerra de Crimea, sí se puede considerar un acercamiento —con su punto de distancia irónica— a la ortodoxia francobelga, pero ya el segundo (Café Budapest, editado por Astiberri en 2008), que indaga en los orígenes del conflicto palestino-israelí, se aleja de ella con un golpe de timón decisivo que marcará el resto de su carrera. A partir de ahí, cada nuevo trabajo será un experimento y un reto, cada nuevo título romperá el molde del anterior.

A este respecto, es interesante repasar las dos entregas anteriores de La balada del norte y comprobar cómo ha ido evolucionando el planteamiento narrativo y también la gráfica. En el primer tomo (Astiberri, 2015) abundan los diálogos, y el planteamiento de página es, en general, de corte clásico. En él se presentan los diferentes protagonistas —el marqués y el hijo del marqués, el minero y la hija del minero— y el contexto histórico y social, y se adelanta un poco por dónde irá la cosa. El segundo libro (Astiberri, 2017) es más visual, hay en él una sensación más abierta, de encuadres que respiran y diálogos que se aligeran y ganan en vivacidad. Aquí la revolución está ya en marcha, y vamos a seguir a los diferentes personajes en un montaje progresivamente acelerado. También el grafismo parece liberarse de ataduras, y el trazo se rompe.

Y llegamos al tercer libro. En él todo es más veloz y, de nuevo, más ligero; pero no menos dramático. Otra vez la sensación es de menor peso de los diálogos —pero no menor importancia, ojo— y mayor apertura en los encuadres. Las páginas respiran a bocanadas, por así decir. Seguimos a los protagonistas, que en un determinado momento se cruzan por una bendita casualidad, para separarse enseguida y continuar buscándose después. Esta tercera entrega se centra en el fracaso de la revolución y la inmediata, brutal represión, y tiene momentos memorables. Quizá es, de las tres, la que más se queda en la memoria y en la que mayor salto cualitativo se percibe, probablemente debido a la influencia de Los puentes de Moscú, que Zapico realiza en el intervalo entre el segundo y este tercer libro.

Todo autor —toda obra— es un cúmulo de influencias, y a la hora de hablar de Alfonso Zapico es habitual referirse a Tardí, puede que por su querencia por el blanco y negro. Él mismo lo asume, pero desde una obvia distancia, y prefiere citar a los autores de la nouvelle BD: Sfar, Trondheim y, en especial, Blain, con el que sí hay una clara cercanía en lo gráfico. En el tratamiento del paisaje, sobre todo. No me consta que nadie lo haya mencionado, pero también pienso en Guibert cuando leo La balada del Norte; en La guerra de Alan, concretamente (Salamandra Graphic, 2019), por la manera de plantearse la narración y a pesar de que ambos autores parten de presupuestos muy diferentes: la novela decimonónica, uno, y la hibridación de reportaje y memoria, el otro. Por último, y esto es ya una apreciación muy personal, también me viene a la cabeza el trazo roto de Mingote cuando veo las páginas de La balada del Norte, y un algo de Carlos Giménez.

A la espera de un cuarto tomo que cierre el proyecto, está ya claro que Zapico ha firmado aquí una obra monumental que justifica por sí misma lo de «novela gráfica» como concepto. Queda la intriga de qué nuevos retos afrontará después.

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