Osamu Tezuka es el dibujante de su generación que mejor ha envejecido. Su línea, sus diseños, incluso su composición de página, siguen siendo hoy frescas y originales. Como venidas del futuro. Y esto es así porque lo que hacía no era imitar a otros, sino configurar su propio lenguaje.
Con la salida del primero de siete tomos recopilatorios de Astro Boy sería tentador analizar la obra de Tezuka en términos históricos, pero eso sería una labor infructuosa. Dada la obsesión de Tezuka por revisitar su trabajo, haciendo cambios, en ocasiones, radicales, es imposible hacer una lectura histórica de su estilo. Obras mucho más avanzadas en el tiempo parecen más rudimentarias que otras anteriores e incluso entre páginas de la misma historia, en ocasiones, hay cambios sustanciales en el estilo. O todo lo sustanciales que pueden ser en Tezuka. Porque, como decíamos al principio, su mérito es haber creado su propio lenguaje.
No importa por dónde empecemos Astro Boy. De principio a fin, es una obra coherente con un tono muy definido. Y a excepción de la propia introducción del personaje, que ocurre en el primer capítulo, «El nacimiento de Astro Boy», el resto pueden leerse en prácticamente cualquier orden que se desee.
Porque Tezuka, si es algo, es consistente.
Esto también se deja ver en la propia historia. Narrando la historia de Astro Boy, un adorable niño robot de poderes super heroicos, todas sus historias tratan sobre la bondad, el egoísmo del alma humana y la posibilidad de la redención, con no pocos tintes de un discurso ecologista hoy incluso más en boga que en el momento de su publicación. Algo lógico si pensamos que no existiría tecnología sin naturaleza y que, a fin de cuentas, si los robots llegan a pensar como humanos, es porque son humanos de facto. Algo que Tezuka entiende de la forma más humanista posible: en sus historias hay robots buenos y malos, personas buenas y malas, y, generalmente, quienes son malos suelen serlo más por malentendidos o ideas retorcidas sobre la justicia social que por un genuino interés en lo incorrecto.
Por esta razón sería equivocado etiquetar a Astro Boy de obra infantil. Al menos en el limitadísimo concepto que manejamos de infantil: historias fáciles, naíf, con moraleja final sobresubrayada de buenos muy buenos y malos muy malos. Algo que es imposible que esté más alejado de lo que es la infancia.
En cualquier caso, es cierto que Astro Boy tiene todas las cualidades positivas que asociamos a las obras infantiles. Tezuka hace un enorme esfuerzo porque sea un rabioso pasa páginas divertido, ligero y gracioso que, cuando menos nos lo esperamos, nos lanza cuestiones de gran calado que no nos esperábamos. Por eso no resulta raro encontrarse pensando o soltando una lagrimita, o un mar de ellas, en momentos mucho más que puntuales mientras lo leemos. Especialmente, en el caso de este primer volumen, en sus dos historias largas, El regimiento Hotdog y El mejor robot sobre la faz de la Tierra. Este segundo, además, origen del extraordinario homenaje que hizo Naoki Urasawa a Tezuka en el excelente manga Pluto.
Para rematar, ni siquiera se puede decir que sea poco Tezuka o más Tezuka de lo normal. De diseños redondeados y caricaturescos, línea gruesa, perfectamente limpia, y una composición de página no menos que excelente, es a lo que nos tiene acostumbrados Tezuka. Un estilo apto para niños o adultos, neófitos o reincidentes, pues todos encontrarán algo para ellos en sus excelentes historias.
De hecho, esa es la razón por la que sigue siendo relevante. Por eso se le sigue reeditando. Porque los temas que trata, como la robótica, el ecologismo o qué significa ser humano, siguen siendo relevantes. Porque su dibujo, afinado al milímetro en su preciosismo, sigue inspirando a generaciones por venir. Porque sus composiciones de página siguen siendo asombrosas, destacando tanto en lo narrativo como en lo pictórico. Porque, en suma, parece dibujado para el futuro: toda su obra es algo que escapa a las categorías. Al tiempo. A la evolución.
Tezuka ha envejecido bien porque no ha envejecido en absoluto. No trata temas obsoletos. No se ajustó a moda alguna. Simplemente dibujó lo que quería, con un lenguaje propio, y resultó que la gente de su tiempo, y también nosotros, resonamos con sus inquietudes. Porque, a fin de cuentas, eso es el verdadero arte: construir no para el presente, sino para la comunidad por venir.