Cuando Cécile de Brunhoff narraba cada noche a sus hijos las historias del elefante Babar, nunca pudo imaginar que el personaje se presentaría como una suerte de terrible tirano. Menos aún, que se trataría de un paquidermo más que obsesionado con el arte (al margen de un posible interés didáctico). Concretamente, con una serie de lienzos constituidos como símbolo de su aislamiento y de una especie de precaria sensibilidad sobre la que Julio César Pérez arroja un sinfín de mofas.
El personaje pertenece (y es especialmente conocido) en el ámbito
de la ilustración y la ficción infantil-juvenil. Se ha plasmado en las obras desarrolladas inicialmente por Jean de Brunhoff y ha tenido una trayectoria no exenta de ciertas críticas contemporáneas. Su presencia resulta una elección capital para El fin del gran arte, un libro que, en verdad, se constituye como la con- fluencia de muchos otros. De forma transversal, se trata de una obra en la que podemos ver continuas referencias a las manifestaciones artísticas, el sistema en el que se organizan, sus límites e imposiciones. Algunas viñetas son fáciles de vincular con obras como El arte. Conversaciones imaginarias con mi madre, de Juanjo Sáez.
Pero si por algo se caracteriza la propuesta es, sobre todo y al igual que en el caso del libro de Sáez, por ser una lúcida reflexión acerca de la libertad del autor y el acto creativo. Julio César Pérez maneja diferentes códigos que se plasman en un formato que podríamos unificar bajo el marco general del dibujo, en el que utiliza el lenguaje propio de la viñeta a su antojo. Llega en ocasiones a propuestas que se aproximan al álbum ilustrado o, incluso, a la pintura, ámbito del que procede el dibujante. El díptico narrativo y visual de El fin del gran arte delimita por un lado el reino de Babar, organizado de acuerdo a una estructura teatral, una representación en directo. El lector sigue las fábulas del déspota antropomorfo con cierto placer. Es una delicia observar las actuaciones de un monarca tan terriblemente humano, que se deja llevar por el peloteo y el mangoneo. La mezcla de palabras como libertad, sartén, sensualidad o museo en pocas páginas encaja a la perfección. Por otro, el libro narra las reflexiones y problemas que han llevado a la conceptualización de la comentada selva de rasgos humanos.
El humor, que parte del absurdo, es el eje en torno al que se estructura toda la obra. Hilarante resulta el «¡A la mierda el marco teórico! ¡Acción!» de uno de los personajes, doble sátira irónica sobre el statement artístico y las propuestas de análisis de la historia del arte. Desde Babar enfrentándose a una entrevista televisiva hasta el chihuahua de tintes goyescos que supone el «perro de las ideas nocturnas», todos los habitantes de la gran farsa (en el plano ficcional y en el supuestamente real) que crea Julio César Pérez se alían. El objetivo es llevar al lector por un camino en el que la risa sirve como salvavidas ante los concatenados dramas cotidianos que resultan necesarios para sacar adelante cualquier producto cultural. La creación, que debería ser fuente de disfrute y placer, se convierte en el peor enemigo a batir ante las imposiciones externas. En un verdadero camino a los infiernos en el que los tópicos se subvierten. El «fin» del arte es, más bien, su «comienzo». El dibujo se constituye como la mejor herramienta para exorcizar a los demonios personales y empezar a crear. Lograr la comunicación con un lenguaje propio y personal. Dejar que el arte surja. Y volver de nuevo al folio en blanco, a la añorada y a la vez maldita casilla de salida. El juego de la creatividad siempre estará listo para una nueva partida.