Blankets

Volver a los diecisiete

9788493522957

«De niño, creía que la vida era el mundo más horrible en el que uno podía vivir».

Wisconsin, Estados Unidos, principios de los ochenta. Craig Thompson es pobre, su padre es una bestia; su madre, una pusilánime; sus compañeros le marginan, sus profesores le maltratan, vive en una sociedad devota y profundamente temerosa de Dios y tiene un hermano pequeño que se mea en la cama. No habría problema, si no fuera porque duermen juntos.

Dibujar y correr hasta la extenuación, pasarse el día pintando, dormir para intentar soñar. Eran las únicas formas de huir. Contarlo, y contarlo duramente, y con cariño, es lo que se hace cuando ya has crecido. Cuando consigues entender qué sucesos exactos lograron conformarte, cuando quieres disculparte por lo que eres, cuando ya has dejado de buscar cualquier elemento mínimamente sagrado en tus días y cuando sabes que, lo que te ocurrió a ti, posiblemente le ocurrió también a alguien más.

Blankets, dicen, es una historia sobre el primer amor adolescente. Ese amor en el que hay cartas escritas a mano, interminables llamadas de teléfono, cintas de casete grabadas con mimo, regalos que cuestan mucho trabajo y mucho esfuerzo y despedidas. Yo creo que cuenta una búsqueda: que no solo habla sobre el hecho mismo de crecer, sobre la propia historia adolescente, sino de cómo uno elige, con desesperación, compartirse con la única persona que no le ha rechazado hasta la fecha sin darse cuenta de que hay veces que las historias de amor no son más que un puñado de novelas cortas. De cómo uno quiere encajar, encajar con alguien, encajar en alguna parte y, al mismo tiempo, no ser parte de un rebaño. Cuenta cómo uno va cambiando y cómo uno consigue aceptar lo que es.

En la casa de su infancia, en la que no se usaba el ventilador porque era muy caro, Craig Thompson leía la Biblia al menos una hora al día. De hecho, lo narra también aquí, se planteó escribir tiras cristianas, para evangelizar: el problema (van a encontrar mucho texto sagrado aquí) es que estudió tanto las Escrituras que se dio de bruces contra los exégetas. Fue a la escuela de arte, pero los cómics no estaban bien vistos y él quería dibujar. Y quería contar historias: así que usó su tiempo libre, abandonó la educación reglada (no acumulaba más que deudas) y comenzó a mostrar su trabajo. Así publicó Adiós, Chunky Rice (Astiberri, 2007). Y así editó también Blankets.

Blanket, en inglés, significa manta. Ese primer amor de adolescencia, que se llamaba Raina, le regala una de patchwork, un trabajo ímprobo que consiste en unir telas de distinta procedencia (una que fue suya cuando ella era pequeña), coserlas y volverlas a coser. «Leídos en secuencia, como en un cómic, contaban una historia». Thompson todavía la conserva. Y está la manta que comparte con su hermano, la manta por la que discuten, la manta por la que su padre les castiga cuando la discusión hace mucho ruido, la manta que se transforma, también, en un refugio. Pero blanket también significa manto: una capa continua que oculta lo que hay debajo, como ocurre con la nieve, como ocurre con la pintura cuando uno quiere deshacerse de los recuerdos. Y es también una norma que afecta a un grupo en particular y no permite excepciones: los jóvenes no duermen juntos, hay que ir a la Iglesia, hay que ir al campamento eclesiástico («menos solitario porque aprendí a localizar a los otros marginados»; Raina lo era: por eso se acerca a ella, por eso se enamora), uno no se masturba, hay que leer la Biblia, hay que dedicar la vida a Dios, el sexo es malo. El sexo es malo aunque lo disfraces de pureza. Hay un planteamiento infantil en todo este libro que aún no sé si es una especie de reconciliación o que, simplemente, cuando comenzó a dibujarlo no había pasado tanto tiempo de todo aquello: de la época en la que dejó de ser aquel chaval de pelo largo que oscilaba entre las erecciones que le producía su novia adolescente y su deseo de ser un buen pastor.

Lo dibujó a mano. Tinta sobre papel. Blanco y negro, a veces caricaturesco, a veces casi abstracto, a veces realista. Casi seiscientas páginas, compuestas de distinta manera: con recuadros en las viñetas, sin recuadros, cada una de un tamaño, el texto como dibujo (en un cómic, el texto es también dibujo) mientras hacía otras cosas, mientras trabajaba para pagar las deudas, en Nickleodeon, en Dark Horse, en DC, en Marvel, en la revista para niños del National Geographic. Lo dibujó como una forma de explicarles a sus padres por qué abandonó la fe. Qué fue lo que ocurrió. Quizá es una de las cosas más difíciles de la literatura, o el cómic, confesional: la historia de uno no es solo la de uno. Hay más personas allí: están los padres, los hermanos, los amigos, las parejas, los primeros amores y el hijo de puta que te traicionó. Y esa dificultad, cuando la gente está viva y va a leerte, es lo que hace que a veces uno pase de puntillas. Que no quiera juzgar a nadie, salvo a sí mismo.

Este libro fue un reto. No se había publicado uno tan extenso, no se había publicado uno así, autobiográfico, en un solo tomo, contando la vida de nadie, concebido como una historia completa y cerrada y en el que no hay épica, ni grandes hechos dramáticos y que sirve, además, para explorar el propio medio. Craig Thompson ha dicho que Blankets le sirvió para aprender a hacer cómics, para reflexionar sobre lo que este medio podía conseguir. Entre otras cosas, porque hay más, construir una narración donde todo parezca evidente, pero no lo sea en absoluto.

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