El posible que el cómic sea precisamente la única modalidad artística que debe su origen, desarrollo y buena parte de su supervivencia actual a la influencia para bien —y sobre todo para mal— de los vaivenes del capitalismo en su versión editorial: desde su vertiente más industrial, la cadena de montaje de la edad dorada que con parches y ventajas se mantiene en nuestros días; a su reverso negativo, la explotación laboral y el desprecio más absoluto por los legítimos autores de unas obras y unos personajes que desde las páginas han saltado hoy a las pantallas de cine y televisión. Un negocio multimillonario que tiene su expresión más freak en el universo fan, y su lado oscuro en una larga lista de derrotados y amargados autores, guionistas y dibujantes, convertidos hoy en firmas legendarias por las que pujan y pelean los más pudientes coleccionistas, mientras los herederos de los creadores aspiran solo a ver garantizadas unas migajas. Este cómic de primera hora siempre me ha recordado al desaparecido periodismo de redacciones inundadas de humo y testosterona, universos ambos poblados por seres desgraciados e intrépidos dejándose la vida en cajetillas de tabaco y sorbos de whisky barato: todo por llenar la maldita página antes de la última hora. Y es a este mundo al que desde unas coordenadas temporales situadas en tres días de 1997 rinde homenaje uno de los tándems creativos más importantes y estables de la industria actual. Ed Brubaker (guion) y Sean Phillips (lápices) —el color lo aporta una vez más Jacob Phillips, hijo del dibujante— se vuelven a situar en los márgenes de su exitosa serie Criminal para construir una historia con personajes ya esbozados en otros títulos de la casa madre (Sin Ley, 2007; Mala noche, 2009; y Cruel Summer, 2020, entre otros).
El desafortunado dibujante Jacob Kurtz y el viejo conocido de la serie, el ladrón y buscavidas Ricky Lawless, que hará su aparición en la segunda parte de esta obra, funcionan aquí de comparsas/acompañantes de la verdadera estrella dela función, el dibujante de cómics Hal Crane. Crane, leyenda de la industria, llega a Center City para asistir a una convención de cómics en la que recibirá el galardón a toda su carrera. Vieja gloria cargada de adicciones alimentadas con resen- timiento hacia todo y hacia todos en el mundillo, Crane es una bom- ba a punto de estallar para llenarlo todo de mierda. Y es a Kurtz, con su legendaria facilidad para atraer problemas, a quien encargan servirle de lazarillo mientras está en la ciudad.
Es en el personaje de Crane donde reside toda la fuerza de esta historia, trasunto a su vez de leyendas, estas sí reales, como Gil Kane, Stan Drake o Alex Toth, con toques de otros artistas, como Jack Kirby o Roy Crane, entre otros. No solo Hal Crane comparte parecido físico con Toth, o fuma como una chimenea a lo Kirby, sino que se nos cuenta que su propio mentor se suicida al provocar un accidente de coche en el que viajaba el propio Crane como acompañante —otra leyenda, como Alex Raymond, creador de Rip Kirby, también murió en un accidente automovilístico—. Como el malogrado Toth, Hal es evocado varias veces como «un maestro sin una obra maestra». Junto a presencias fantasmales, son mencionados con nombres y apellidos Will Eisner, Marv Wolfman y el propio Stan Lee, que se llevará un puñetazo de Hal tras la entrega del galardón; más que una agresión, una suerte de venganza poética: por él y por todos sus compañeros de profesión.
Más allá de su dimensión metacómica, Bad Weekend se despliega en una especie de viaje al fin de la noche en el que sus protagonistas se embarcan en la búsqueda de un arca perdida: Hal recorriendo la ciudad armado con una pistola, trapicheando con material falsificado a cambio de unos miles de dólares, mientras trata de encontrar unas páginas —esa obra maestra de la que carece—, aparentemente vendidas por su hija; páginas que no aparecerán hasta el final en uno de esos giros argumentales marca de la casa Brubaker/Phillips.
Desde el punto de vista gráfico, Phillips vuelve a brillar por su detallismo sibilino y un dominio de los ambientes de los bajos fondos, a la vez que una vez más hace gala de su fuente de inspiración eterna, las historietas pulp de los años treinta y cuarenta del siglo pasado. Así el dibujante hace un alarde arquitectónico a base de secuencias de planos medios y primeros planos, distribuidos con elegancia por páginas en estructura de tres tiras y número variable de viñetas. Es resultado es una lectura clara acomodada por los diálogos y del discurso en off de Jacob, narrador de la historia. Finalmente, es de destacar el uso del color por parte del hijo de Phillips, especialmente los rosas y violetas, que nos trasladan por momentos al cine de garitos humeantes de John Cassavetes.