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La disección de un trauma

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«Como a la mayoría de los padres, de vez en cuando conseguía convencer al mío para que hiciéramos el avión», comienza Alison Bechdel: su padre y ella están jugando en el suelo. Va a contar su historia, qué supuso para una niña y luego para alguien ya más crecidito el ser la hija de un elemento como su padre. Estas primeras viñetas anticipan y perfilan con maestría lo que irá desgranando la Bechdel en las siguientes páginas, «ese contacto físico tan poco frecuente».

Por qué ha trascendido como lo ha hecho un cómic como este, un relato autobiográfico que tal parece que se haya escrito —dibujado— para superar, diagnosticar, diseccionar y así comprender, la infancia y primera juventud de la propia protagonista. Por qué se ha convertido en un clásico un ejercicio de este tipo, tan complejo y en principio tan poco sugerente. Veamos.

Cada dibujo, en bitono, está pensado para transmitir el casi siempre gélido y en ocasiones opresivo ambiente de la casa donde viven Alison y sus hermanos y padres: una suerte de mansión neogótica construida en 1867 que se pasa años restaurando el padre —«libidinoso, maníaco, martirizado»—, página tras página. La obsesiva pasión del cabeza de familia por la restauración de la vivienda familiar, por que todo estuviera en su sitio, por que todo fuera bello y oportuno, perfecto, está muy presente; la sempiterna insatisfacción de su madre, la amargura dibujada en su rostro, ni una sonrisa, nunca, jamás; los hermanos como atrezo en una historia en la que pintan más bien poco —«crecí resentida por la forma en que mi padre trataba a los muebles como hijos y a los hijos como muebles»—son algunas de las figuras de que se sirve la autora para recrear sus recuerdos, ¿para aceptarse a sí misma?, para comprender qué pasó. Recreación esta que ejecuta con la precisión de un cirujano tal vez no metódico; sí implacable: no hay concesión alguna a sentimentalismos de ningún tipo: «Cuando le conté a mi novia lo que había pasado lloré de corazón durante dos minutos. Eso fue todo».

Son esenciales en la historia, y es uno de sus atractivos no solo como recurso narrativo, los libros del padre, sobre todo los clásicos; títulos a los que tiene acceso Alison desde muy joven, a los que se acercará seguramente en un intento de conseguir la complicidad de la figura paterna, de llegar a un hombre atormentado, preso de sí mismo, de sus contradicciones, angustiado, ausente, «es verdad que no se suicidó hasta que tuve veinte años». Así, aparecerán Ana Karenina, El desnudo, Las piedras de Venecia. Cuando este hombre no está en el jardín o colgando unas cortinas o eligiendo el papel para tal o cual habitación —o explotando, iracundo, sin motivo aparente— este hombre está leyendo; es algo frecuente, esa estampa, habitual, cotidiana. Bechdel se servirá, entonces, porque los conoce, de Fitzgerald, de Proust, «A la sombra de las muchachas en flor», incluso del mismísimo Ulises para establecer paralelismos, analogías: «En cierto sentido, los libros de Gatsby y los muy gastados de mi padre significaban lo mismo: la preferencia de la ficción a la realidad».

Más allá de algún momento de juego en la funeraria —el negocio familiar del que pasará a ocuparse el padre cuando el abuelo sufra un ataque al corazón— o de las veces que se quedan en casa de unos amigos, no será fácil obviar la soledad y la frustración —«la vergüenza sexual es una especie de muerte»— que destilan las anécdotas que se van utilizando para ilustrar la novela, la relación padre e hija; una relación antagónica, difícil: «Yo era espartana y mi padre ateniense». Es espeluznante, creo que ilustra bien esto que quiero decir, la escena en que ella de pronto siente ganas de darle un beso y no acierta más que a tomar su mano y besarla, tal cual si fuera la de un obispo. Qué angustia. Qué repelús.

¿Se suicidó, por cierto, el padre, tal y como apunta Alison en el primer capítulo? Por alguna razón, no explícita y en absoluto meridiana, ella está convencida de que fue así. Tal parece que necesite que fuera suicidio y no un accidente, ¿para que funcione mejor la historia? Pero «¿acaso alguien que piensa suicidarse se emociona cuando divisa un toquí pinto?», titula la viñeta con la nota que deja el padre unos días antes de morir en la entrada de la enciclopedia donde aparece el pájaro, dando cuenta del lugar exacto donde lo avistó: «Colina de Clark, 27-6-80».

La gracia de este libro —voy a tomarme la licencia de ser tal vez críptica y acabar además así— estriba en todo lo que se ha guardado su artífice exponiéndose del modo en que lo hace. Nadie puede, ni siquiera Alison Bechdel, contarlo todo. Esto es así.

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