Chester Brown forma parte de ese núcleo de autores canadienses —o al menos radicados en Canadá— que durante los años noventa dieron nuevo impulso y formas al cómic autobiográfico y entre los que también se encuentran Seth, Joe Matt —ambos buenos amigos de Brown— y Julie Doucet. No es descabellado decir que la abundancia de novelas gráficas de tintes autobiográficos que hemos vivido durante las dos últimas décadas bebe tanto del Maus de Art Spiegeman y el Persépolis de Marjane Satrapi como de este Nunca me has gustado de Chester Brown. El dibujante se dio a conocer en su propio comic book, Yummy Fur, donde serializó consecutivamente tres obras fundamentales en su carrera: Ed, el payaso feliz, El Playboy y la que ahora nos ocupa. Si la primera de ellas dio buena muestra de su capacidad para la concatenación de situaciones absurdas e hilarantes y de una meteórica progresión estilística hacia la excelencia gráfica, en la segunda se convertía en protagonista al relatar sus recuerdos de infancia en relación con la masturbación y la revista Playboy. Lo escatológico y sicalíptico de estas dos obras —por no mencionar sus incursiones en el horror— podrían sugerirnos la idea de un autor tremendista y deseoso de epatar, pero incluso en aquellas páginas ya se filtraba claramente una sensibilidad muy especial que acabó por florecer de manera explosiva en Nunca me has gustado.
Nunca me has gustado es una memoria sobre los años de colegio e instituto de Chester Brown que gira en torno a dos ejes: la relación del protagonista con su familia, en especial con su madre, y el despertar en la adolescencia de un sentimiento amoroso incubado desde la infancia.
Brillan con luz propia la capacidad de Brown de desnudarse a sí mismo con tan solo unas pinceladas (y su desinterés en salir favorecido en el retrato) y la ausencia de parrafadas o textos de apoyo donde nos describa su monólogo interior, demostrando su confianza —o su desinterés, quién sabe— en la capacidad intelectual y emocional de sus lectores. Para lograrlo, Brown también se apoya en los recursos de un dibujo que más tarde se refinaría, pero que aquí alcanza la más alta combinación de síntesis gráfica con crudeza expresiva de su carrera, o lo que es lo mismo, una combinación imposible de represión y confesión capaz de transmitir aquello que no pueden las palabras. Asimismo, jugando con la disposición de las viñetas —a veces tan solo una pequeña imagen en el centro de la página—, Brown acelera o ralentiza su relato, deteniéndose a menudo en un instante fijo e inmutable, tal y como los que atesora nuestra memoria.
Conviene recordar que en el apéndice de las memorias de Brown como putero tituladas Pagando por ello, Seth afirma que se dirige a su amigo con el sobrenombre de «el robot» por su aparente insensibilidad y su indiscriminado uso de la lógica. Esta deriva hacia la frialdad emocional en lo personal y la univocidad expositiva en la narración contrasta fuertemente con el tono de Nunca me has gustado, una obra que precisamente destaca por desprender una fuerte carga sentimental y evocadora. No se trata, sin embargo, de una revelación traumática e histriónica que busca el golpe de efecto o que trata de erigirse en una experiencia única y trascendente mediante artificios sensibleros. Si por algo Nunca me has gustado se desliza suavemente bajo la piel es sobre todo por su desinterés en dirigir las emociones del lector, por una hermosa y pausada sutileza que no se recrea en el dolor aunque solo hable del dolor. Toda autobiografía es mentira, porque en la propia elección de las escenas representadas existe un sesgo y una intención narrativa y Brown define ya esta dicotomía desde el título: Nunca me has gustado —I never liked you, en el original— es la frase que en un momento de ira y frustración le espeta a Brown su vecina de toda la vida, enamorada de él desde la infancia. Nunca me has gustado es la verdad revelada a través de la mentira que se clava en la memoria.
Brown dosifica escenas de su vida y lo hace sin subrayados, cuando habría tenido sobrados motivos para hacerlo: acosado en el colegio por sus compañeros, asfixiado por un ambiente religioso en casa, protagonista de un triángulo amoroso abocado al fracaso y testigo del deterioro mental de su madre, enferma de esquizofrenia. En Nunca me has gustado se reconcilian arte y artista, en el sentido de que el uno es reflejo claro del otro, y es esa sinceridad la que emociona, esa posibilidad tan poco habitual de ver a un hombre tal y como es. Somos testigos de cómo el protagonista aprende a —y más tarde es incapaz de evitar— reprimir sus sentimientos, y eso mismo es lo que nos ofrece sobre la página, al menos en apariencia. Digo en apariencia porque es obvio que Nunca me has gustado es un auténtico ajuste de cuentas personal del dibujante con sus propias emociones y sus dificultades para gestionarlas. A lo largo de toda la historia el gesto del protagonista permanece hierático como el de una estatua de sal, y cuando en el interior de Brown se debaten el amor, la culpa, el deseo o la ira, lo vemos sublimar estos sentimientos comiendo galletas ordenadamente y en soledad. Nunca me has gustado, la obra, es precisamente la acción contraria. Es un desahogo público. Y por eso el abordaje de Brown de la autobiografía es tan valiente y estremecedor. No es un hombre contándonos su pasado, sino un hombre que nos entrega sus fotografías y sus diarios y nos deja a solas con ellos, sin disculpas ni explicaciones.