Rastros de sangre

El cordón umbilical

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Nacer es despegar en un cohete lanzado a la inmensidad del espacio, donde el lugar que habitábamos y que creíamos limitado es, de repente, expandido hasta el infinito, sometiéndonos a la ingravidez y al peligro de perdernos en unos eternos puntos suspensivos. En última instancia, acabamos conquistando y limitándonos a una pequeña parcela de todo ese espacio infinito, donde construimos nuestra identidad, nuestra vida, y perfilamos los diferentes aspectos de nuestra existencia, lo que significa ser un yo.

No obstante, esto no es así para todo el mundo, por motivos muy diversos. Y uno de ellos es la incapacidad (obligada o escogida; consciente o inconsciente) de podar o cortar totalmente los lazos de personalidad heredados de nuestros progenitores y empezar a formar los propios. Ese momento de crecer más allá de los límites impuestos o dados a conocer por nuestros padres. Así, quienes son incapaces de crear un espacio personal dentro de su vida siguen flotando en el cosmos infinito, conectados a la nave con ese cable que representa un cordón umbilical que jamás se ha cortado.

Este parece ser el destino del protagonista de Rastros de sangre, un niño que está dando sus primeros pasos hacia la adolescencia bajo la siempre atenta y afilada mirada de su madre. Madre que no hay más que una. Madre que sabe más. Una madre sobreprotectora hasta límites desconocidos que parece haber tratado a su hijo como un niño, su niño (y de nadie más), desde su nacimiento. Y el mangaka Shūzō Oshimi nos lo va a recordar en cada uno de los volúmenes de esta serie abierta con giros inesperados, revelaciones bien dosificadas y una atmósfera progresivamente más desasosegante a cada nuevo paso del niño.

Pero lo que podría parecer (y, en cierta manera, es) el argumento de una película de sábado por la tarde se convierte en las páginas de Oshimi en un thriller monumental de narración descomprimida, en el que el abuso de los primeros y primerísimos planos captura los gestos más incómodos y poliédricos de los protagonistas. Si los rostros son el espejo del alma, la obra contiene un carnaval retorcido de ellas. Una suerte de infierno oculto tras ojos abismales que te devuelven la mirada; tras son- risas, sinceras o desencajadas, que desarman y retuercen el estómago; tras bocas abiertas que amalgaman silencios estruendosos con sensualidades incómodas (y angustiosas).

Y la rima de estas imágenes, que se repiten o se transforman a lo largo del relato, que se acompañan con símbolos, metáforas y leitmotivs (como las mariposas o cierto gato difunto), se reproduce en forma de sombras proyectadas en nuestra caverna platónica, donde aún no alcanzamos a vislumbrar la verdad. Ese momento es el que Oshimi aprovecha, cuando todas las cartas parecen estar boca arriba sobre la mesa, para adoptar un nuevo prisma, entre onírico y surrealista, y trastocar nuestra percepción de todo cuanto hemos experimentado durante la lectura.

Y es que esta lectura, como todo buen thriller psicológico, resulta tremendamente rápida en su narración gracias a la descompresión y (Milky Way Ediciones) abundancia de silencios, pero también lenta y concienzuda en el modo en el que va inyectándonos su veneno a través de la psique de los protagonistas. Cada nuevo volumen se devora, pero su digestión es pesada, incómoda, con ese reflujo venenoso que nos parte casi literalmente el alma, en paralelo a la del niño protagonista.

Nada hay explícito en Rastros de sangre; ni la violencia física, ni el despertar sexual, ni la muerte. Tampoco lo necesita. Todas las agresiones, todos los abusos, todo lo abiertamente violento nos llega a un nivel emocional, mental, psicológico. Es la maestría de Oshimi en la narración, violentamente intimista, parco en palabras, lo que arranca nuestro cordón umbilical, nuestro espacio seguro de la lectura al calor del hogar, y nos devuelve al cosmos abismal, infinito, desprotegido, donde ahogarnos en la incertidumbre.

Y, sin embargo, es inevitable abalanzarse sobre cada nueva entrega. Regresar al calor de un útero venenoso.

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