A Lynda Barry (Wisconsin, 1956) se la considera, por méritos propios, como uno de los grandes nombres del cómic independiente estadounidense. Con más de cuarenta años de trayectoria a sus espaldas, esta polifacética autora —además de dibujante es pintora, escritora, profesora, correctora, autora de obras de teatro y hasta comentarista— ha sido todo un referente para historietistas de la talla de Chris Ware o Emil Ferris. En 2002 vio la luz una de sus obras más relevantes, One Hundred Demons, pero en España todavía tendríamos que esperar dos décadas para poder degustar su trabajo. Así, la publicación de Mis cien demonios (Reservoir Books, 2020, traducción de Montse Meneses Vilar) se ha convertido en su carta de presentación en nuestro país y, al mismo tiempo, en toda una celebración para la historia del cómic.
Esta obra es un viaje por algunos de los recuerdos de la infancia y la adolescencia de Lynda Barry, quien, a pesar de nacer en Wisconsin, creció en un barrio racializado y de clase obrera de Seattle. Con doce años ya había leído a Robert Crumb, su gran influencia, y en ese contexto de expansión y redefinición del cómic que tuvo lugar a finales de los sesenta comprendió lo que significaba la libertad de realizar historias sobre cualquier tema, incluyendo la vida real. Sin ella saberlo, comenzó a ver publicadas sus tiras de prensa en el periódico del instituto, que editaba su buen amigo Matt Groening —el conocido creador de Los Simpson y Futurama—, lo que supuso el pistoletazo de salida a su carrera como autora. Conocida y reconocida por su tira semanal Ernie Pook’s Comeek, tiene más de veinte obras publicadas, entre las que destacan Naked Ladies! Naked Ladies! Naked Ladies!: Coloring Book (1984) o Making Comics (2019).
Lo primero que cabe señalar de Mis cien demonios es que es una obra única; y lo es desde antes de abrir sus páginas. Desde las cubiertas, y a lo largo de todo el libro, Barry realiza coloridos y llamativos collages con materiales cotidianos, como telas, sellos o fotografías, mezclados con imágenes pintadas —no dibujadas, pues la autora dejó el lápiz en favor del pincel en fecha tan temprana como 1985—. Todo ello hace de este cómic un objeto especial que, en la línea del movimiento Pattern & Decoration de los años setenta y ochenta, revaloriza esa artesanía minusvalorada por considerarse algo «típicamente femenino». Es un artefacto creado con mimo —en la edición española se mantiene gracias al espectacular trabajo de Sergi Puyol en la rotulación manual—a partir de pequeños demonios personales e intransferibles que conforman la vida de una mujer concreta, la propia autora. Algo que, paradójicamente, choca con el carácter industrial de un medio de comunicación pensado para su reproducción masiva. Sin embargo, esta sensación de producto único y personal, de auténtico «libro de artista», se intensifica conforme se avanza y profundiza en su lectura. El culmen llega al final de la obra, donde brilla la faceta docente de la autora: en las últimas páginas, Barry interpela directamente a su lector desde su propia mesa de dibujo, rodeada de materiales, y le anima a dibujar sus propios «demonios». Una puerta abierta a sus talleres creativos, a los que titula Writing the Unthinkable, y que de algún modo conectan con una de sus obsesiones: cómo representamos lo vivido.
La propia Barry se inventó un nuevo género, un concepto para denominar lo que proponía con esta obra: la autobifictionalography. Proviene de la reflexión que abre el cómic y que ha sido, y sigue siendo, el gran meollo en la cuestión relativa a cómo funcionan el recuerdo, la memoria y sus representaciones. «¿Es autobiografía si hay partes falsas? ¿Es ficción si hay partes ficticias?». Ambas preguntas se plantean mediante un mise en abyme en el que la autora se representa en el mismo proceso de creación de la viñeta que estamos leyendo, en un verdadero ejercicio de metalenguaje.
La estadounidense lleva esta propuesta de «teorización» sobre la memoria a la práctica de un modo muy particular. En Mis cien demonios, Barry es capaz de capturar la estructura de los recuerdos utilizando los espacios que ofrece el lenguaje historietístico, para trazar así una memoria episódica, un pasado no lineal presentado a través de imágenes que podrían ser fotogramas de la película de su propia vida. A ello ayuda su formato apaisado, cuyas diecinueve historias comparten el diseño de página a través de dos grandes viñetas. Cada una de esas viñetas recupera un fogonazo de la memoria, un momento, un lugar, una persona, un diálogo, incluso un olor; pero también un vacío, un espacio en blanco. Porque la memoria, fragmentaria y subjetiva como es, juega con las presencias y las ausencias, con la conexión entre lo vivido y lo recreado. «Creo que la memoria y la imaginación están absolutamente entrelazadas», afirmaría Barry en una entrevista con Hillary Chute. «¿Puedes recordar algo que no puedas imaginar?».