Los locos del gekiga

Juventud tras un sueño aviñetado

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«En ninguna [revista]. Sacamos libros». Con esta declaración se presentaba como mangaka un jovencísimo Masahiko Matsumoto ante un policía con el que se cruzaba en una noche de borrachera en la Osaka de mediados del siglo XX. A cambio, recibía una reprimenda: esos libros, que se alquilaban en sitios especializados, eran libros perniciosos que corrompen.

¡Como si tú no fueras autor de manga! le reprochaba esa misma noche a uno de sus compañeros, Takao Saito, mientras el tercero, Yoshihiro Tatsumi, intentaba calmar los ánimos. Los tres locos del gekiga todavía no eran más que unos muchachos cargados de ilusiones, con la necesidad de expandir las fronteras expresivas de un medio todavía constreñido. Era 1956, apenas habían desarrollado pequeños trabajos que habían conseguido publicar en circuitos locales, luchando contra la precariedad a la que siempre se han enfrentado los artistas de lo cotidiano, pero con el agravante de encontrarse en el ambiente especialmente hostil de la posguerra japonesa, un tema que marcaría profunda- mente buena parte de su producción.

«¡Ya veréis con la Kage! ¡Nos la jugaremos con la Kage!». En aquel momento, el trío protagonista tenía puestas sus ilusiones en la publicación de Kage, una revista dirigida a un público adulto que surgía como una apuesta editorial modesta en la que podrían dar rienda suelta a su manera de entender el tebeo como un medio de expresión capaz de narrar historias complejas y tocar temas profundos, más allá de su sobradamente demostrada popularidad como medio dirigido al público infantil. Con este proyecto, tres amigos iban a poner sus vidas patas arriba persiguiendo un sueño. Su determinación demostraba su compromiso, conscientes de las dificultades a las que se enfrentaban, perseveraban ante los reveses aferrándose a cualquier oportunidad, aprendiendo (a veces a la fuerza) cómo desenvolverse en el entorno editorial.

«Conseguiremos que Japón quede sepultado debajo de montañas de manga». Matsumoto rememoraba su juventud entre 1979 y 1984, cuando su labor pionera había fructificado largamente y el manga se había instaurado como elemento cultural fundamental. Las palabras que el personaje pronunciaba como un vaticinio optimista eran, en cierta medida, una reafirmación del autor en su madurez sobre aquello que contribuyó a establecer. Aun así, posiblemente en el momento de escribirlas Matsumoto no fuese consciente del todo de su propio impacto particular en esta explosión; no fue hasta entrado el siglo XXI que se ha empezado a reconocer la trascendencia fundamental de su figura.

Los locos del gekiga habla profusamente del surgimiento del gekiga como manifestación artística y producto cultural, de los prejuicios a los que hubo de enfrentarse, de la precariedad laboral asociada al manga, de tiempos de posguerra y de un estilo de vida muy concreto e indisociable de la época. Pero tan importante o más resulta la creación de los lazos personales de amistad que unen a los tres protagonistas. Al final, lo que plantea Matsumoto no deja de ser una reflexión autobiográfica con un cierto regusto agridulce de añoranza, tal vez no de la juventud perdida (apenas habían pasado veinte años, lejos estaban sus protagonistas de alcanzar la vejez), pero sí de los propios orígenes y del caldo de cultivo en el que se produjo su despertar artístico. En este sentido, quizás Los locos del gekiga no sea la obra más representativa del estilo de Matsumoto, con una estética habitualmente más vanguardista que la que podemos ver aquí, pero sí impregna el testimonio de su característico tono melancólico que dibuja una sonrisa triste en la cara.

Mientras coreaba «¡Se va a publicar la Kage!», aquel jovencísimo Masahiko Matsumoto, sin atisbo de tristeza, todavía no sabía que aquel iba a ser el primer paso en un largo y arduo camino hacia los laureles de la historia del manga.

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