La guerra de Alan. Según los recuerdos de Alan Ingram Cope. Integral

Una vida, ni más ni menos

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Lo primero que el Ejército estadounidense enseñó a Alan Cope fue a hacerse su propia cama. Las cosas nunca son lo que parecen a priori, y la guerra de Alan tampoco lo fue. Como muchos de sus compatriotas, Cope fue movilizado al poco de cumplir los dieciocho años. Era 1943, la Segunda Guerra Mundial destrozaba el corazón de Europa y Japón acababa de despertar al león. Alan ni siquiera sabía dónde estaba Pearl Harbor, y como muchos jóvenes de clase media baja, no tenía tiempo para leer el periódico que repartía cada mañana. Pero su vida, lo desconocía entonces, iba a cambiar para siempre. En apenas dos páginas el laureado autor francés Emmanuel Guibert presenta a un personaje, Alan, que es en realidad su coautor, pero sobre todo su amigo. Salamandra Graphic entrega por fin el integral que recoge los tres álbumes donde Guibert —el primero salió a la luz en Francia en el año 2000, el último en 2008, y su protagonista nunca llegaría a ver la obra, ya que falleció en 1999— se dedicó a plasmar las experiencias de su amigo tal y como él se las relató en interminables horas de conversación en la francesa isla de Re.

Así, La guerra de Alan. Según los recuerdos de Alan Ingram Cope se gana un puesto en las estanterías de lo que hoy llamamos historia pública. El relato de hombres, y mujeres, cuyas vivencias, no por pequeñas en trascendencia, son imprescindibles para completar la imagen de nuestro pasado colectivo. Absténganse, pues, de acercarse a este maravilloso libro aquellos que busquen continuación a la épica de Salvar al soldado Ryan (1998) o Hermanos de sangre (2001). La guerra de Alan fue muy distinta. De hecho, tiene muy poco de guerra —Cope apenas da un solo tiro en su experiencia europea—, pero no por ello carece de interés. Cope y los prodigiosos lápices de Guibert sumergen al lector en el periodo formativo de todo soldado que iba a ser enviado a Europa, el sinsentido de la disciplina castrense, y como casi todo en el engranaje uniformado, se desarrolla siguiendo la fórmula perfecta de improvisación, burocracia kafkiana y algún que otro golpe de fortuna. Una combinación de factores que seguirá funcionando desde la travesía atlántica en un barco donde lo más peligroso era morir por aplastamiento del compañero de litera, hasta las peripecias en tierras europeas.

Alan Cope desembarcó en Le Havre el día de su vigésimo cumpleaños. Comienza ahí su personal itinerario desde Francia a Checoslovaquia como oficial de bajo rango a bordo de tanques, carros blindados u otros vehículos militares, cuyo funcionamiento, ventajas y desventajas nos describirá a la perfección. La experiencia bélica de Cope finaliza con su desmovilización, su temporal regreso a unos Estados Unidos que le son ya ajenos y su decisión final de regresar al viejo continente para acabar residiendo en tierras galas. Toda una vida normal, con sus altibajos, diríamos. Cope nos cuenta su particular travesía de forma cronológica y así la plasma Guibert en cuarenta capítulos de extensión desigual por los que pasan personajes de diversa índole: desde judíos polacos de Brooklyn hasta intelectuales alemanes que escapan del nazismo, pasando por pastores castrenses interesados en llevar a nuestro protagonista por una vocación religiosa que acabará por torcerse. Pese a la voluntad de orden en el torrente de memoria de Cope, son frecuentes los interludios, las vueltas al pasado y las acotaciones reflexivas acerca de determinados episodios. Porque es esto, reflexión, lo que hay sobre todo en este magnífico cómic. Una mirada atenta sobre la vida, el comportamiento humano y la amistad. Quizás los mejores momentos de la narración se producen no obstante cuando el protagonista, junto a sus compañeros, deambula por las carreteras centroeuropeas hacia destinos ignotos para cumplir unas órdenes que nadie conoce. Soldados en la oscuridad de la noche de los tiempos cuyo mayor riesgo es acabar con su vehículo en el fondo de un barranco en mitad de la nada. El sinsentido de la guerra se plasma en momentos que rozan el surrealismo. Cope casi muere en dos ocasiones: la primera, al caerse de un establo donde había pasado la noche con su unidad; y la segunda, al quedar atrapado por las cadenas de su propio blindado cuando un compañero trataba de aparcarlo. También, cuando el protagonista ve a un soldado alemán morir aplastado por uno de sus propios tanques, cuando lo que queda del Ejército germano circula ya vencido y en retirada, en sentido contrario al de las tropas estadounidenses.

Desde el punto de vista gráfico, La guerra de Alan nos muestra una vez más a un Guibert pletórico en su dominio del blanco y negro logrando un cómic de gran belleza visual. Sobre una estructura de cuadrícula de tres por dos viñetas que el autor rompe con asiduidad, Guibert centra la historia en los personajes, movimientos y relaciones, dejando el fondo a la imaginación del lector. Esto se aprecia especialmente en dos momentos: durante la visita que Cope y sus compañeros de unidad realizan a la cima del Empire State y, más tarde, durante una excursión con un matrimonio amigo en busca del general Sherman, la legendaria secuoya del Giant Forest en California. En ambas ocasiones Guibert opta por retratar la grandiosidad del momento según las perspectivas de los personajes, dejando en blanco lo observado por estos. Somos nosotros los encargados de rellenar el hueco.

Es precisamente el hueco de miles de soldados anónimos que sobrevivieron a la Segunda Guerra Mundial, que, simbolizado en Alan Ingram Cope, podemos aspirar a llenar también. Sin quererlo, es la historia de Cope dibujada por Guibert la que se erige en homenaje póstumo a, esta vez sí, el verdadero soldado desconocido. Al menos por las grandes letras de la historia.

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