Dilbert

«Así es mi empresa»

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En sus primeros años Scott Adams, como tantos otros niños, desarrolló un gran interés por los cómics. Tan intensa fue esta afición que intentó estudiar en una escuela de arte, pero tras ser rechazado decidió que ya iba siendo hora de dejarse crecer la corbata y se pasó a una facultad de derecho. No contento con ello, tras licenciarse y en su empeño por ser el yerno ideal comenzó a trabajar en un banco de San Francisco. Pero por más que lo intentaba no conseguía convertirse en un zombi de clase media, no había manera de matar a esa vocecilla interior, observadora y maliciosa, que siempre está dispuesta a señalar al rey desnudo. Y si hay un lugar donde abundan los trajes invisibles es en el ámbito empresarial. No hay oficinista que no pueda desgranar media docena de anécdotas sobre el absurdo burocrático que no habría podido idear ni Kafka tras caerse en una marmita de LSD. Así que Adams, pacientemente, fue tomando nota de lo que veía con el paso de los años, dejando crecer a esa bestia interior hasta que publicó su primera tira cómica en 1989, dibujando por las noches mientras que por el día seguía trabajando en la muy respetable compañía telefónica Pacific Bell. El éxito fue inmediato.

Esta sátira sobre el mundo de los empleados de cuello blanco y los seres que lo habitan tiene por protagonistas a un grupo de personajes arquetípicos. Como el jefe al que le encanta pontificar sobre aquello que desconoce, el compañero de trabajo parásito y por supuesto el propio Dilbert, un ingeniero eficaz y reservado, cuyo epónimo, El Principio de Dilbert, establece que: «Los trabajadores más ineptos pasan sistemáticamente a ocupar cargos donde pueden causar el menor daño: la dirección de la empresa». No importaba lo lejos que llegara en la caricatura, cuánto exagerara en su descripción de este microcosmos, que Adams siempre recibía por respuesta de su creciente número de lectores: «Así es mi empresa». Y le mandaban ejemplos reales, a cada cual más delirante, como proporcionar ordenadores portátiles a los empleados para que puedan usarlos en sus desplazamientos y, ante el riesgo de que pudieran ser robados, fijarlos en las mesas. O el caso de otra compañía, cuyo departamento de recursos humanos lanzó dos programas simultáneos: uno de exámenes al azar para detectar el consumo de drogas y otro para promover «la dignificación de la persona». Así que con lo que él vio en su experiencia personal, con lo que le cuentan y con lo que imagina ha ido conformando, viñeta tras viñeta, un hilarante aunque dolorosamente reconocible compendio de despropósitos.

Están ahí, los hemos vivido muchos de nosotros: ya sea redactar informes, muchos informes, lo suficientemente largos como para que nadie los lea o los recuerde. O establecer pomposas «visiones», «misiones» y «objetivos», como dice Adams, «una frase larga y torpe que expresa la incapacidad de la dirección de pensar con claridad». Pero el peligro no acaba ahí, dicha sustitución de palabras de uso corriente por jerga incomprensible puede extenderse al resto de comunicaciones dentro de la empresa. Recuerdo a un jefe que en cierta ocasión me pedía enfáticamente que potenciara la lateralización de mi cerebro, mientras yo mirándole a los ojos asentía y me preguntaba para mis adentros qué cojones significaba eso. En nuestro país, desde hace ya unos años, tampoco falta el uso de cualquier término en inglés para bautizar departamentos, cargos, procedimientos y prácticamente cualquier cosa que se ponga por delante, que así adquiere un aire de profesionalidad y rigor que no vaya usted a comparar. Horror. O salir siempre más tarde del horario establecido para impresionar al jefe con lo mucho que se trabaja y de paso dejar en mal lugar al resto de compañeros que sí tienen una vida personal ahí fuera. Espanto. Y qué decir del PowerPoint. Rechinar de dientes.

Al final muchos de esos sinsentidos provienen de la necesidad de aparentar que se trabaja —lo que paradójicamente acaba perjudicando la productividad— y también de la falta de sentido crítico y humor, que hace a jefes y trabajadores tomarse tan terriblemente en serio las cosas absurdas que deberían haber sido descartadas desde el primer momento. En esa tarea, el libro en el que Scott Adams recopiló parte de sus viñetas, El principio de Dilbert, además de muy divertido puede resultar extraordinariamente útil. Este debería ser el libro de cabecera de cualquier directivo, de cualquier empleado de oficina, antes que ¿Quién se ha llevado mi queso? y demás cháchara de autoayuda.

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