Frank

Un cómic mudo

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Jim Woodring nació en Los Ángeles en 1952. Pasó su infancia entre alucinaciones y paranoias de todo tipo, lo ha contado él mismo en varias ocasiones cuando se le ha preguntado por cuál pudo ser el germen de su creación, el porqué. Podrían estas visiones explicar —no del todo— lo raro, lo anormal del universo que ha conseguido crear en torno a Frank, esta suerte de ¿castor? medio ardilla medio gato o perro de enormes pies y mirada no sabría si decir que de genuina sorpresa frente al desquiciado mundo por el que campa a sus anchas, o directamente de atontao. No sabría tampoco, a estas alturas, una vez leídos y remirados cada uno de los Franks qué sé yo la de veces, si me gusta o me disgusta o si me he enterado de un pimiento. Y aquí estamos.

Son cuatro los volúmenes que ha publicado —el primero en el 2011 hasta el último el año pasado— Fulgencio Pimentel. La editorial, a cuya cabeza está un señor editor como lo es César Sánchez, seguramente uno de los mejores de este país —y me quedaré corta; no quiero sonar groupie— es lo mejor que podía haberle pasado a este cómic: cada uno de los ejemplares ha sido editado con un amor y un mimo como para haberse ganado la categoría de Monumento a Cómo Debe Hacerse; desde la elección del papel, que es la decisión más obvia, pasando por cada una de las cubiertas —espectaculares— o los homenajes a los diseños en que está «inspirado» cada uno de los cuatro tomos.

La historieta original, que data de 1990, nace con diálogos, por cierto. Diálogos que fueron eliminados por el autor casi de inmediato, lo cuenta el propio Woodring en el epílogo del primero de los volúmenes, el que la recoge al final, «¿Qué es aún peor que encontrarte un gusano dentro de la manzana? Encontrarte medio gusano». Esta decisión, la de que nadie hable, que no haga falta, la total eliminación del texto más allá de algún cartel —«Se ofrece empleo» y algún otro de la misma guisa— de manera muy puntual, contribuye, sin duda, a la sensación de sinsentido, al regusto onírico y extraño de todo el asunto. Es uno de sus aciertos.

Aparece también ya en esas primerísimas viñetas Manhog, «decidí que debía tener un antagonista», uno de los caracteres más repulsivos e inquietantes con los que servidora se ha tropezado dentro de un libro. Otra vez no sabemos si es hombre o cerdo o qué carajo. Es asqueroso, eso sí. En un grado superlativo. Para conocer al resto de los personajes —todos inclasificables, innombrables, inasibles— hay que seguir; es decir, abrir por el principio el primero: Frank. Volumen 1.

Tengo más que claro, voy a ir acabando y me pongo para ello en plan aún más vehemente, si cabe, que es una obra importante; por eso la he traído. Para mí lo es, sin reparo alguno; de esos títulos a los que acudo una y otra vez, un clásico, hipnótico, atrayente, un chute que te permite desconectar, que subyuga de ese modo, donde nada es lo que parece porque nada dentro de Frank se parece a algo conocido o sabido; hay que mirar un par de veces o tres para tomar una decisión de ese tipo, para poder aventurarse y decidir —equivocarte— qué son sus protagonistas o de qué están hechos los edificios, qué tipo de animales pululan por los estanques, por los bosques (si es que en puridad son estanques y bosques, que tampoco); forma de qué tiene esto y aquello, qué coño es lo que comen; si cayera un alud, ¿lo haría hacia arriba? Es tan endiabladamente original y, al mismo tiempo, tan coherente, tan sólido. Pero no, ni la menor idea de qué trata o de qué va; tienen que olvidarse de tales convenciones; hay tiras que son otra cosa; Frank es una de ellas.

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