El subsuelo

La oscuridad de los malditos

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Yo soy la luz del mundo; el que me siga, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida. (Juan, 8,12)

La luz ha tenido siempre una simbología profundamente religiosa. En el templo egipcio de Abu Simbel, las esculturas de Ramsés II y de los dioses Amón y Ra recibían, en unos momentos específicos del año, un rayo luminoso. El sol penetraba, rompía la oscuridad y alumbraba a los elegidos. Lo mismo sucede en numerosos templos románicos, en los que, de manera también periódica, el altar se ilumina con la claridad del astro. En el gótico, las grandes vidrieras de las catedrales se convertían en centelleantes paredes de la Jerusalén Celeste. La luz es un fenómeno natural fascinante, por su intangibilidad. Mítico y cotidiano al mismo tiempo. Una luminosidad que representa también a la divinidad en El subsuelo, a través del dios Sol. Un fulgor que ha sido negado a los habitantes del inframundo pintado por Víctor Solana. Y lo peor de todo: sin que sean conscientes, al encontrarse sumidos en las nebulosas de una potente droga.

La contraposición aparentemente maniquea entre luz y oscuridad es una de las bases de la obra. Se retrata una suerte de caverna platónica. Como en la alegoría del filósofo griego, sus habitantes no ven más que las sombras de lo real. El autor recrea así un ecosistema distópico de tendencia ciberpunk. Un orbe en el que el poder de la tecnología no es usado para el provecho social, sino en beneficio de un régimen autoritario. Como cualquier buen relato de ciencia ficción, El subsuelo se nutre de referencias que van desde la Biblia hasta la cultura pop; desde el busto del tirano Damabiah que decora la contraportada, a la manera de la retratística romana, hasta los girasoles pintados por Van Gogh.

En la obra, estas plantas se entienden como icono de fuerza y lucidez. La referencia puede llevarse más allá del lienzo: el girasol es una flor que se rige por el movimiento del sol. Mantiene además una cierta similitud con la estrella cuando se encuentra en su etapa de floración. Un núcleo fuerte con las semillas y toda una serie de pétalos alrededor de profundo color amarillo. La protagonista central del relato, la muchacha Dulze, niega su ceguera física activando su visión interior y una capacidad para identificar a Dios. Es un girasol que sigue a la luz. Identifica a la deidad del mismo modo que el ciego Bartimeo en la Biblia, personaje que entendió que Jesús era hijo de David, lo que le valió su curación (Marcos 10, 46-52). Comprendió que era la luz del mundo. La simbología de la luz o las lecturas icónicas que permite Dulze constituyen una muestra de que, tanto la ambientación como los personajes de El subsuelo, ofrecen interpretaciones muy amplias. Este hecho se constituye como una de las riquezas más destacables del cómic.

Y no es la única: el color es un protagonista más. Víctor Solana muestra un dominio cromático que enlaza con su oficio como pintor. La combinación de dos colores primarios, rojo y azul, funciona muy bien en la narración de la obra. La acción y la calma se entremezclan. La composición de las páginas, arriesgada y original, deriva también del control que el autor ejerce sobre el lienzo pictórico. A su vez, el color y la estructura se vinculan con numerosos historietistas que han innovado en el pasado o lo hacen en la actualidad. El más cercano, David Rubín, que firma el prólogo de la obra. La historia forma parte de la Colección Thermozero, coordinada por Víctor Romano y Óscar Senar, y encuadrada en la aragonesa GP ediciones. La empresa realiza una buena labor editorial, sumando el título a un catálogo cada vez más nutrido. No por nada, el origen de la obra se encuentra en sus pinturas y en una historia publicada por Solana en el fanzine Thermozero Cómics. En los lienzos y en las viñetas. Los seres que pueblan el relato mezclan así influencias de ambos medios. Las dos actividades configuran un todo orgánico muy coherente. Una buena ópera prima en el territorio de la novela gráfica. Una obra que sumerge al lector en oscuras profundidades. Subsuelos por los que culebrea siempre un esquivo, difícil de ver, imposible de tocar, pero esperanzador rayo de luz.

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