Excalibur

Una sonrisa británica tras la masacre americana

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Hacia finales de los ochenta, tras el éxito de la saga La Masacre Mutante, Chris Claremont decidió subir las apuestas y medirle el lomo a toda la Patrulla X durante La caída de los mutantes. Allí murió toda la alineación del momento. Bueno, casi toda. Bueno, sí, murieron de aquella manera en que se muere uno en los universos superheroicos: con muchas comillas. Al menos, aquella vez la cuestión tenía una intención argumental más dramática que comercial y fueron resucitados ipso facto para quedar ocultos durante un tiempo en la parranda australiana. Pero para la población ficticia del universo Marvel, la Patrulla X había muerto.

Algunos se salvaron. Secundarios, podría pensarse dado que ninguno eran Cíclope, Tormenta o Lobezno. Pero claro, en manos de Claremont, ningún personaje jamás fue secundario. Claremont —a diferencia de muchos otros guionistas posteriores— no organizaba sus grupos y sus historias, en función de la vistosidad o los poderes de sus personajes, sino que se ponía efectivamente en la piel de cada uno de ellos. ¿Qué harían entonces los huérfanos de la patrulla tras la debacle? Excalibur fue la respuesta a esa pregunta.

Su idea fue formar un grupo mixto entre algunos de los supervivientes y algunos personajes originados en la Marvel UK. Entre ellos estaba el abanderado Capitán Britania que él mismo había cocreado y guionizado —también había pasado fabulosamente por las manos de Moore— y que tenía un fondo importante de villanos y secundarios que era factible mezclar con los de la mutantada. El guionista británico, además, iba detrás de un dibujante escocés de la homóloga inglesa que le había rechazado varias peticiones para dibujar colecciones mutantes argumentando que estas siempre habían sido dibujadas por grandes artistas y él no se consideraba a la altura. Ese dibujante era Alan Davis.

Pero el proyecto de Excalibur tenía difícil negativa: era una colección completamente nueva, un poco al margen de las colecciones principales, con carácter propio y con personajes que él ya había dibujado con anterioridad.

El grupo de personajes que lo conformaba era extraño, atípico, pero potencialmente muy interesante: Rondador Nocturno, el saltimbanqui caballeroso con complejo de segundón, pero de voluntad fuerte; Gata sombra, la adolescente nerd con un punto rebelde y su dragón alienígena, Lockheed; el Capitán Britania, el «supermán» británico de origen mágico con problemas de autoconfianza y bebida; Meggan, la mutante cuyos estados de ánimo podían llegar a dominar sus poderes de multiformidad; y Rachel Summers, aquella primera hija del matrimonio Summers-Grey venida de un futuro alternativo que poseía, muy limitadamente, los poderes del Fénix, una de las entidades cósmicas más poderosas y terribles del universo Marvel. En estos cinco se rescataba un cierto espíritu artúrico a través de su voluntad de mantener viva, como una leyenda, el sueño de Xavier, tras la muerte de la Patrulla. Tampoco se perdía una bella relación de ideas: Excalibur, la espada era guardada por una dama acuática, la Dama del Lago; Excalibur, el grupo de superheroes, surgía de la propuesta de una dama de fuego, de Fénix.

Claremont y Davis consiguieron crear una serie, diferente completamente del resto de las series, justo lo que buscaba Claremont a la hora de encarar los diversos títulos mutantes. El drama de la pérdida de la Patrulla se mantenía en los primeros momentos, pero muy pronto Excalibur se enfrentaba a sus propios problemas como la obnoxia galería de villanos del Capitán Britania —que bien parecían importados de una Gotham inglesa—, los numerosos intereses de otros en capturar y controlar al Fénix y los conflictos internos de personalidad que les obstaculizaban a la hora de funcionar como grupo. Se le añadía a todo esto el misterio de la base en la que habitaban todos: el célebre faro de Excalibur, un lugar donde se sucedían extrañas apariciones y eventos paranormales.

Tras un primer año exitoso en el que se desarrollaron todos estos elementos, la serie continuó con un cambio temático imprevisto: el grupo quedaba atrapado en un viaje sin destino fijo a través del multiverso —el conjunto de realidades alternativas donde la realidad era distinta si la historia del mundo había girado en una dirección en lugar de en la que conocemos— dentro de un tren. La serie, de nuevo, buscaba hacerse un lugar entre la fantasía y la ficción británicas a partir de, precisamente, homenajearlas. Tanto el viaje interdimensional como la búsqueda de la forma de volver a casa eran temas recurrentes y atrayentes para el lector. Pero, además, las Tierras alternativas que visitaban eran una reverencia constante a ficciones específicas: las crónicas artúricas, el John Carter de Marte de Burroughs o el Juez Dredd de la 2000 AD. Y también hubo amagos de humor a lo Monty Python, como aquel episodio en el que el grupo llegaba a una Tierra-nexo que trataba de organizar y gestionar con burócratas toda aquella madeja de multiplicidades superheroicas y en la que un John Byrne esclavizado y desquiciado tenía que dibujar a cada individuo del multiverso para las fichas de los archivos.

Porque el humor también fue un punto fuerte de la serie, un rasgo que también surgió en aquellos años en otras exitosas series del mainstream como la Liga de la Justicia de Giffen, DeMatteis y Maguire que prácticamente era una sitcom de superhéroes. Sin llegar a esos extremos, Claremont y Davis conseguían arrancar numerosas sonrisas al lector, sobre todo a partir de las fabulosas portadas que eran estupendos arranques de humor gráfico a través del impacto de la imagen y el espectacular dominio de Davis para la expresión facial de los personajes. Aunque los méritos del escocés que se desplegaron en las páginas de Excalibur son todavía muchos más: desde las equilibradas composiciones de cada imagen a las dinámicas escenas de lucha que combinaban tanto la fuerza como la elegancia. Davis brilló tantísimo en Excalibur —y Claremont ya lo sabía— como para servir, precisamente, de faro para autores que vendrían luego, como el popular Bryan Hitch.

Al final, por desgracia, la serie tuvo sus altibajos. Davis entró y salió de la serie un par de veces y Claremont también acabó por dejar de guionizar sus historias en el número treinta y cuatro. Sin embargo, pese a estar inacabadas, había dejado unas líneas muy bien trazadas sobre la trama; y, un año después Davis, el hombre inseguro, en solitario, se echó a la espalda la labor de cerrar los cabos sueltos de la historia que él había colaborado a crear, recuperando el tono original de la historia, ese cruce entre aventura, drama y comedia, que se había ganado tantísimos fans.

A día de hoy, Excalibur, el original —si perdonamos el flojo interludio lobdelliano que olvidaba la trama planteada por Claremont— permanece como una serie de culto excepcional y como una demostración de que para que una serie funcione no es necesario pluriemplear a las vacas sagradas de un universo, sino buenos guiones, buenos dibujos y, sobre todo, mucho cariño por los personajes.

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