Cuando era niño, en un bar sentado con mis padres y sus amigos, vi cómo caía al suelo una chica de unos trece o catorce años. Estaba jugando a algo con más gente. Cayeron las fichas y el tablero. Ella puso los ojos en blanco y empezó a tener convulsiones. Los chavales que la acompañaban no sabían qué hacer. Miraban aterrorizados y gritaban para que alguien llamase a su madre. La señora llegó y tranquilizó la situación, consiguiendo recuperar a su hija con rapidez, incorporándola, acariciándola. Más impresión que aquello me la dio la actitud de unos conocidos que estaban sentados con nosotros. Se trataba de un matrimonio de médicos. Asistieron a todo sin mover un músculo, con una especie de mueca en la cara a modo de sonrisa de compromiso. No hicieron nada. Miraron literalmente hacia otro lado. Fueron capaces de permanecer impertérritos mientras una niña se daba golpes en la cabeza a causa de sus movimientos espasmódicos. Luego indicaron con total parsimonia para justificarse ante los demás que habían tomado la decisión de no intervenir nunca en casos que requiriesen un médico fuera del hospital. Así de sencillo. Nunca supe si esto comprendía circunstancias hasta cierta gravedad dentro de una extravagante clasificación o se hubieran quedado igual de pasmados ante un accidente con amputación de miembros incluida y el tipo dando tumbos poniendo a todo el mundo perdido de sangre. Lo mismo también.
En Epiléptico, la ascensión del gran mal, una variedad de epilepsia extremadamente grave condiciona la vida de toda una familia, la infancia de los hijos y lo que serán de mayores. Modelo del cómic autobiográfico, me ha hecho recordar a su vez, y a modo de autobiografía de improviso, aquel ataque que viví y la sensación de estupor y miedo que produjo alrededor. Debían de ser finales de los ochenta. Esto me ha ayudado a comprender las reacciones que décadas antes sentía la gente ante esa variación de epilepsia mucho peor de la que yo conocí superficialmente, y cómo generaba —y así lo narra este tebeo— oleadas de rechazo hasta puntos brutales. Entonces se identificaba a la epilepsia con una forma de locura, como una dolencia extraña a la que se llegaban a aplicar exorcismos. Exorcismos. No hay exageración.
David B. rememora su infancia y adolescencia en un cómic que sienta las bases de muchos de los que vendrán luego y que además se consideran los máximos ejemplos del comentado cómic autobiográfico, testimonial o también periodístico. Mentor de Marjane Satrapi y su Persépolis, la obra del autor francés no solo influye en la exitosa guionista y dibujante iraní, sino que junto a otros historietistas como Joe Sacco, Craig Thompson o Chester Brown, toman el testigo de clásicos como Robert Crumb o Art Spiegelman, dando lugar a un nuevo tipo de cómic donde las propias vivencias se desarrollan en torno a un cuidadísimo guion con rienda suelta para utilizar todo tipo de recursos expresivos y para contar cualquier detalle que, en principio, pudiera estar muy alejado de vivencias decisivas o trascendentales.
El despliegue que realiza David B. en Epiléptico resulta abrumador. Desde la narración convencional hasta el simbolismo, desde el análisis de los sueños al diálogo con personajes imaginarios, desde la descripción sobre cómo funciona el propio trabajo creativo hasta los saltos temporales… todo vale para tratar de transmitir la impotencia de una familia ante la enfermedad que devasta a su hijo mayor y que termina por «enfermar» al resto de miembros, condicionando sus destinos.
La complejidad de sentimientos que atenazan al niño y después joven David B. van desde el amor hacia su hermano hasta el desamparo por su «pérdida» en vida o el odio, pues sabe que su desaparición implica el alivio para todos. El modo en que el autor logra comunicar su estado convierte Epiléptico en una obra monumental por sí sola al margen de su influencia. La aparente sencillez del argumento se transforma en una especie de odisea vital donde la familia, con unos padres abnegados, desesperados e ingenuos, prueban toda clase de tratamientos, desde la macrobiótica hasta la antipsiquiatría, el espiritismo, el vudú o la cirugía convencional. Cualquier cosa es buena si hay esperanza, aunque la mayoría de esperanzas se sostienen en algo demasiado parecido unas veces a la estafa o el abuso, otras a la ignorancia no asumida.
La indefensión ante una enfermedad cuyos efectos alcanzan a todos se liga a la historia de los antepasados familiares y a la propia historia de Francia a través de diversas guerras, fundiendo además la violencia exterior con la que siente el protagonista, obsesionado con los temas bélicos y víctima de una batalla constante que no comprende del todo. Uno de los grandes méritos de Epiléptico es justo ese, la capacidad para ligar las reflexiones íntimas con los acontecimientos comunes, la vida doméstica con las trincheras, la exposición de recuerdos y sueños con su análisis y repercusiones, la recreación de personajes y mitos literarios con su influencia en las actividades cotidianas, las corrientes filosóficas y esotéricas con la incomunicación. En cierto modo la obra se propone unir en una misma dirección todo aquello que afecta al ser humano de manera objetiva y subjetiva. Y sin embargo semejante ambición parte de un argumento en principio modesto. Quizá sea eso lo que consigue que todo fluya sin chirriar, como parte de una misma pieza que avanza a la vez. No se produce nunca la sensación de estar ante un conjunto fragmentario, efectos quizá de la humildad, inteligencia y sensibilidad del autor.
El estilo del dibujo responde a las mismas intenciones. Aparentemente sencillo, en blanco y negro, mezcla de la caricatura y ciertas resonancias de pinturas primitivas (máscaras africanas, ciertos retratos románicos), consigue sin embargo ser eficacísimo, ya sea para representar un desvarío surrealista o como testigo de un quehacer corriente y parece especialmente indicado para las numerosas escenas donde el autor combina descripciones realistas con metáforas visuales.
Obra amarga, cruda, muy dura, pero llena de gusto por la alegría, la imaginación y el intento de encontrar algo parecido a la felicidad o al menos un refugio en la vida, Epiléptico puede considerarse un hito del cómic en su género y desde luego una de esas obras que demuestra la esterilidad del eterno y más que cansino debate sobre el valor de la historieta en comparación con la literatura. Ambos tienen un lugar en la librería, en las estantería, uno junto al otro. Las cuatrocientas páginas y el gran tamaño de La ascensión del gran mal ocuparán si acaso un poquito más.