Vivimos dentro de una era de simplificación, de facilitación, de idiotización, si me permiten. Una época en la que todo debe ser sencillo, accesible y nunca llevar al error o a la toma de decisiones conflictivas. Hay una voluntad evidente de evitar el raciocinio para esquivar los traumas que parecen ir asociados a la frustración, como si fallar y corregir no fueran piezas básicas del aprendizaje. Se eliminan las dicotomías, las tildes diacríticas, los planes complicados y las tramas confusas. Todo a nuestro alrededor se esfuerza por alcanzar lo lineal, lo cómodo, lo que uno puede conquistar con tareas simples como apretar un botón, deslizar una pantalla o beber de un botijo. Es esta una época de escasa actividad cerebral, de poco esfuerzo mental, de casi nula promoción de la inteligencia.
Casi parecemos controlados por un Gran Hermano invisible que dedica todo su tiempo a buscar de forma incansable la obtención de ciudadanos sin inquietudes, fácilmente domesticables, desentrenados para todo lo que sea razonar, descubrir o indagar en las profundidades de aquellos mensajes que debemos desentrañar entre las líneas. Menos mal que ante esta infame ola de simplificación que solo puede generar desidia y estupidez, queda gente dispuesta a sacudir nuestras neuronas con el poder infalible de la imagen, de lo diferente, de lo abstracto, de lo inasible. Menos mal que todavía nos quedan autores como David Sánchez.
En otro lugar, un poco más tarde es un nuevo mazazo del autor madrileño a los cimientos de esa torre de simpleza en la que pretenden hacinarnos. Como toda su obra anterior, su capacidad para crear sensaciones, asombro y extrañeza se imponen a la construcción clásica del argumento tal y como lo conocemos. Lo que Sánchez hace va más allá de la narración canónica, y antepone lo formal como medio para conseguir un fondo en el que la interpretación del lector es siempre particular, propia y, por tanto, nunca unívoca. Y de eso se trata. De generar experiencias únicas. De confundir. De revolver las tripas. De hacer que el público alucine, flipe, delire y se ofusque ante lo opaco y lo sublime. De construir un lenguaje abierto a interpretaciones, surrealista, libre, onírico y, a la vez, que posea una solidez subyacente casi impropia de lo lisérgico. De abrir las puertas a un viaje referencial que bebe de muchas de las imágenes grabadas a fuego en lo colectivo, para luego pervertirlas bajo una nueva forma tan fascinante como tóxica; tan explosiva como mórbida.
Lo visual se convierte en la piedra angular del mensaje, relegando a la palabra escrita a una nada casi total. Lo gráfico es el peyote que nos coloca en una rampa espiritual e iniciática en la que la clave es dejarse llevar. El poder del dibujo como herramienta suprema se impone en esa línea pulcra y perfecta de Sánchez, unida a los colores planos y sólidos que chocan como una bola de demolición contra lo difuso y cambiante del concepto que se expone. Es una lucha salvaje, brutal, un duelo fascinante entre lo diáfano del arte, la pulsión enfermiza por un universo sin sombras y lo imposible de la idea. Una pelea a navajazos entre la perfección del trazo y la mutación continua de lo creado. Una batalla que se resuelve en la mente del lector, dejando el regusto de lo grandioso, de lo inmenso, de estar tocando la pata de un elefante mientras crees que lames la columna maestra de un templo ancestral.
En otro lugar, un poco más tarde es un nuevo Génesis. Un capítulo perdido de El origen de las especies. Una reinterpretación de 2001: Una odisea del espacio que brota de lo automático del subconsciente. No es sencillo. No pretende serlo. No es fácil. Ni lo busca. No es cómodo. Por fortuna. Es una patada. Un puñetazo. Un golpe sobre la mesa asestado con un mazo de quince quilos de alguien que comprende que asentarse es encharcarse y, a la larga, pudrirse. La confirmación de una carrera que sigue una línea clara y coherente, que no se traiciona a sí misma, que se mantiene siempre ajena a lo convencional y, por tanto, a lo comercial. Un trabajo entroncado con esa tradición subversiva del arte entendido como aparato de revolución y quiebra. Una búsqueda activa de la realidad posmoderna e imposible, de los límites de lo real, del juego infinito y sin fronteras que proporciona ese campo de juego inagotable y en el que todo es posible llamado cómic. Un artefacto perverso, inmisericorde y sublime.