La casta de los Metabarones

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La casta de los Metabarones

El Metabarón era un personaje que aparecía en El Incal donde, aunque apenas se profundizaba en su personalidad, se daba a entender que se trataba de un mercenario respetado y conocido, tal vez el más poderoso de la galaxia. Pero ¿quién era? ¿Cómo se había convertido en un formidable guerrero? Todos estos interrogantes se contestaron en una saga donde se desarrolla la historia de su clan. Para ello, Jodorowsky formó equipo con Juan Giménez, a quien casi se le ajusta mejor la definición de ilustrador que de dibujante ya que cada viñeta tiene tanto detalle y calidad como una portada. Obviamente, dibujar un cómic con ese nivel de acabados es una tarea descomunal: Giménez dedicaba del orden de cinco o seis días de trabajo por página… ¡en una obra que tiene más de quinientas! La casta de los Metabarones se trata pues de un spin off de El Incal, y análogamente a lo que sucedió con las series televisivas Cheers y Frasier, no solo tiene vida y consistencia por sí misma, sino que incluso supera a la historia matriz. Parte del éxito se puede achacar a que Giménez, que ocasionalmente también escribía sus propios guiones, acotara la, denominemos eufemísticamente, «fantasía» del psicomago-guionista Jodorowsky, resultando una obra menos mística que El Incal y más cercana a la ciencia ficción clásica o la acción pura, sin dejar de lado las subtramas románticas o la búsqueda de la felicidad de esta desdichada casta.

Los Metabarones son un linaje que surgió a partir de los Castaka, una familia que seguía un código de honor (el Bushitaka) parecido al de los samuráis, que explotaban un planeta formado íntegramente de mármol y preparaban los pedidos de bloques con una velocidad pasmosa mediante un proceso secreto. Un día, accidentalmente, el secreto fue revelado: el planeta escondía una sustancia fabulosa con propiedades antigravitatorias, la epifita, que les permitía manejar los gigantescos bloques de mármol con facilidad y rapidez. El descubrimiento de la epifita atrajo la atención de toda la galaxia, acabando con la apacible vida de los Castaka y convirtiéndolos en multimillonarios cuando cedieron los derechos de explotación de la epifita. Pero la avaricia por la epifita y el dinero de los Castaka hizo que Othon, el primer Metabarón, perdiera a su mujer e hijo y que fuera brutalmente mutilado, y toda esa ira la encauzó hacia el combate, convirtiéndose en un despiadado mercenario. Los Metabarones se autoimpusieron dos tradiciones iniciáticas: las mutilaciones rituales tras las cuales incorporaban a sus cuerpos apéndices, órganos o extremidades biónicas y la sucesión por combate de modo que, en un acto cargado de simbolismo edípico, el hijo tenía que matar a su padre para ocupar su lugar como Metabarón. Pero una historia que de por sí ya parece bastante compleja se complica con esterilidades varias, sexualidades confusas, incestos a nivel espiritual o muertos que no lo están tanto, por lo que un escéptico podría sentenciar (equivocadamente) que es un culebrón venezolano con caballeros Jedi. Por cierto, los robots narradores de la historia nos evocan a la pareja cómica de La guerra de las galaxias C-3PO y R2-D2, que Jodorowsky usa hábilmente para hacernos bajar la guardia con tanto diodo quemado y goteos de aceite de esos pelmas y así colarnos uno de los grandes giros de la historia. No hay más parecidos con la saga de George Lucas, aunque no se puede decir lo mismo respecto a Dune: a mediados de los setenta, Jodorowsky estuvo embarcado en un proyecto delirante (y fallido) para llevar al cine la serie de novelas de ciencia ficción de Frank Herbert, con Dalí como protagonista y Moebius y H. R. Giger en el apartado artístico; mientras que en El Incal se desarrollan parte de los diseños con los que Moebius trabajó en preproducción, en La casta de los Metabarones hay otra evidente reminiscencia: ambas comparten la existencia de una sustancia valiosísima (la especia en Dune y la epifita en la historia de los Metabarones) que convulsiona la galaxia. Además, se adivina la influencia de los bocetos e ideas de Giger en la estética biomecanoide de los Cetaborgs o el Suprapiojo, o la conjunción de ser vivo y máquina de la casta. Tratando el concepto de cíborg, Jodorowsky deja uno de sus recados metafísicos: ¿qué nos hace humanos? ¿Cuánto puedes perder de tu cuerpo sin perder tu humanidad? Con Cabeza de Hierro, probablemente el mejor personaje de la saga, aborda satisfactoriamente todas estas cuestiones.

Pero aunque el guion y la trama son imaginativos y atrayentes, es el dibujo el apartado más espectacular de este cómic. Juan Giménez exhibe un domino apabullante de la perspectiva, con ángulos complicadísimos que te sumergen en mitad de una batalla o bajo una nave gigantesca (Giménez tenía formación en diseño industrial y sus máquinas son realistas y vistosas), con una lograda sensación tridimensional —como, por ejemplo, en la viñeta de la sección del Metabunker— apoyada en un colorido que nos hace palpar ese fabuloso universo de los Metabarones, donde convive la estética asiática medieval con la tecnología más avanzada.

La primera edición de La casta de los Metabarones estaba compuesta por ocho tomos (1- Othon, el tatarabuelo, 2- Honorata, la tatarabuela, 3- Aghnar, el bisabuelo, 4- Oda, la bisabuela, 5- Cabeza de Hierro, el abuelo, 6- Doña Vicenta Gabriela de Rokha, la abuela, 7- Agora, el padre-madre y 8- Sin Nombre, el último Metabarón), cada uno de ellos con una portada inspirada en los retratos que realizaba Rembrandt a la realeza, según confesó Giménez. Estas ocho entregas se complementaban con La casta de los ancestros, un tomo con bocetos, comentarios de Jodorowsky y Giménez y una historia corta anterior al número uno donde se explica el origen del tatuaje de los Castaka. Hoy en día se puede encontrar todo unido en un inmanejable único tomo de casi seiscientas páginas.

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