El característico dibujo de Richard Vance Corben (Anderson, Misuri, 1940) recoge innumerables referencias a la obra de Howard Phillips Lovecraft (Providence, Rhode Island, 1890-1937), el maestro del terror cósmico en El dios rata. Extraños nombres, que evocan a culturas amerindias, de personas (Mak-Kito y Achak o Kito y Chuk) y de tribus (Cthanhuluk, Tlinggit) nos adentran en el terror de la cruel suerte a la que los protagonistas parecen destinados: esclavitud o muerte. Es el drama de los atemorizados refugiados. Y también de eruditos estudiantes de doctorado por la mítica Universidad de Miskatonic de la ciudad de Arkham, a cierta distancia de otras como Innsmouth o Dunwich, en donde también sucederán misteriosos y terribles sucesos.
La endogamia del profundo Massachusetts se hunde en los tiempos del viejo Zedon Peck, cuando, en 1883, un grupo de prospectores rusos, atraídos por la codicia del oro, fundaron Can Cojo sobre la base de un antiguo asentamiento indio. En la actualidad, es una colección de desvencijadas y putrefactas chabolas resecas que se desparraman entre ruinas y desperdicios. Por el contrario, la impresionante mansión de la familia de los gerifaltes del pueblo, Zackariah Peck y su hijo, el refinado Damon Peck, domina la localidad y contrasta con las viviendas de los desaliñados palurdos, unos con aspecto de roedor, otros simiescos, que farfullan frases inconexas y confunden los tiempos verbales en un uso rudimentario del lenguaje. O la desarrapada y bobalicona Gharlena, que, sin pudor alguno, pasea semidesnuda —a veces con la mirada perdida, otras, extrañamente feliz— y se levanta, promiscua, las faldas enseñando su sexo provocativamente. La muchacha regenta una casucha que ejerce la función de hostal y en cuyo sótano se encuentra una extraña puerta. Todos los aldeanos tienen un sospechoso parecido que aflora componentes genéticos relacionados. Otros arquetipos de Corben son, en cambio, afroditas y adonis de lacias melenas, prominentes narices, labios carnosos y grandes ojos, algunos escondidos en sombras, otros con redondos y dilatados iris, hipermusculados ellos, recauchutadas ellas. La obra de Corben rezuma de iracundas peleas a puñetazos, sin piedad y con furibunda saña, en escorzos imposibles; también, llantos desgarradores que tensan las facciones de la cara, ya sea por dolor físico o por amor no correspondido.
Otros lugares comunes son cementerios, momias, rituales paganos, pesadillas, túneles, criptas, bestias procedentes del infierno y seres malvados con ropajes coloridos y engañosas intenciones. Corben maneja con exquisita delicadeza todos los recursos que lo han encumbrado hasta el Olimpo del cómic: la superposición de viñetas (redondeadas, rectas, onduladas), los fundidos en negro, los diferentes puntos de luz que realzan la penumbra y acentúan el misterio y los cambios temporales y de escenarios que aturden al atribulado petimetre, Clark Elwood, claro ejemplo de linaje ario puro, pilar racial de Nueva Inglaterra durante generaciones. Paisajes de bosques en donde los claros se ven amenazados siempre por gigantescas sombras que paulatinamente los cubren. Tundras y forestas en las que no existe sonido alguno. No hay ruidos ambientales. No hay ningún pájaro que cante, insecto que chirríe o viento que ulule. Las pisadas sobre las hojas secas caídas no suenan como chasquidos y solo los buitres y los cuervos graznan como pájaros de mal agüero. Extrañas presencias se intuyen. Los altivos seres humanos ignoran a los seres de otras dimensiones y pagarán caro su arrogante desprecio. El terror se siente en los huesos calados, los músculos ateridos y las articulaciones agarrotadas de frío.
Como en los clásicos de EC Comics Tales from the Crypt, un siniestro narrador nos alecciona sobre las tribulaciones de los protagonistas y, en ocasiones, influye en su desarrollo. El horror es extraterrestre y el origen de la historia es un flujo temporal sin final. Continuas son las referencias a Cthulhu y a Yog-Sothoth, la puerta, la llave y el guardián, aquel que conoce el pasado, el presente y el futuro, pues todo es uno en todo. Los funestos dioses de antaño, que manejan la meteorología a su antojo como una penúltima maldición, y bajo la gibosa y cruda luna, que observa a los miserables maliciosamente.