El árabe del futuro 2. Una juventud en Oriente Medio

El árabe del pasado

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Cuando se cometió la masacre de Charlie Hebdo en enero de 2015, hacía meses que el dibujante francosirio Riad Sattouf había dejado el semanario satírico y que el primer tomo de El árabe del futuro se vendía en las librerías francesas. La obra, unas memorias sobre su infancia en Oriente Medio publicada por un pequeño editor, había sido la sensación del verano, pero ahora cobraba nueva relevancia por la tensión hacia el islam en un año marcado por los atentados en Francia. Cuando apareció el segundo tomo, El árabe del futuro era ya un fenómeno cultural en el país. Hoy, la serie ha vendido más de un millón de ejemplares, cifras propias de un Astérix, ejemplo de cómo la novela gráfica puede ser el cómic de masas actual. Desde Persépolis (2000-2003), otra autobiografía en viñetas de una expatriada en Francia, la iraní Marjane Satrapi, no se veía nada similar. El público francés quería saber sobre el otro musulmán, aunque conviva con él dentro de sus fronteras. Y no solo el francés, porque El árabe del futuro ya se ha traducido a diecisiete idiomas, entrando en el club selecto de las novelas gráficas que, como el Maus (1980-1991), de Art Spiegelman, y Persépolis, han logrado «abolir el espacio entre el dibujo y la literatura» —escribe Stéphane Jarno en Télérama— para convertir un relato íntimo en un lenguaje universal.

De madre francesa y padre sirio, Sattouf (París, 1978) ya era conocido en Francia por la serie de humor «antropológico» La vida secreta de los jóvenes (2004-2014, publicada en Charlie Hebdo), la sátira de la masculinidad Pascal Brutal (2006-2014, seriada en Fluide Glacial) y su exitosa primera película, Les Beaux Gosses (2009). El estallido de la guerra civil en Siria le decidió a materializar El árabe del futuro, un proyecto espoleado por los problemas con la burocracia francesa para traer a algunos parientes desde la sitiada Homs. Cerca de allí se encuentra el pueblo sirio donde el dibujante pasó parte de su infancia —su padre hizo el doctorado en La Sorbona, pero prefirió dar clases en universidades árabes, llevando consigo a su familia— y donde transcurre este segundo tomo, centrado en su escolarización, con algún paréntesis vacacional en Francia.

«Cuento historias verdaderas, pero nunca he hecho caricaturas con un comentario político. Solo hago cómics sobre la realidad», declaraba Sattouf a Vicenç Batalla en Rockdelux. «Explico una historia íntima, la de una familia francosiria muy particular. Y no busco generalizar. Dejo a los lectores que se hagan su propia idea». Es cierto. El árabe del futuro es una obra de testimonio en la que Sattouf expone recuerdos concretos sin señalar su significado político o sociológico. El tono preponderante es humorístico, reforzado por un dibujo caricaturesco que entronca con el canadiense Seth, porque ambos comparten influencias: Hergé, Chris Ware. Aunque hay textos de narrador que puntualizan la acción y los diálogos, la voz del autor nunca los explica. Así, en el primer tomo vemos que Gadafi había prohibido en Libia poner cerradura en los apartamentos de propiedad pública para que cualquiera pudiera habitarlos si estaban libres, pero el padre de Sattouf la instaló. «Había corrido el riesgo para que pudiéramos salir a pasear juntos», indica el texto. En el segundo somos testigos del adoctrinamiento patriótico y los castigos corporales en la escuela siria, la retórica guerrera de los niños, la corrupción como escalera social, el sometimiento de las mujeres («Aquí es así. ¿Y sabes qué? —dice su padre—. Les gusta») e incluso un crimen de honor («Son habituales en el campo»). El primer recuerdo sirio de Sattouf es una pelea de niños pequeños, en medio de un círculo de mujeres, a la que fue invitado a unirse: los niños le zurraron por su pelo rubio tras llamarle «judío», el enemigo en la Siria de Háfez al-Ásad.

Algún crítico acusa a Sattouf de reforzar los estereotipos racistas sobre los árabes, pero su mirada es igual de «neutral» cuando relata detalles escabrosos en la Bretaña francesa. Aún más, esta Siria recuerda poderosamente a la infancia de quien suscribe en la España de los setenta y primeros ochenta, recién salida de otra dictadura: descampados repletos de basura, perros apaleados por diversión, niños violentos educados a base de golpes, enchufismo generalizado (ejem). La conclusión, que tampoco nos da Sattouf, es que un régimen autocrático se reproduce en padres y escuelas. La crueldad de los maestros sirios en concreto no difiere demasiado de la que Carlos Giménez rememora en los hogares de auxilio franquistas de Paracuellos (1976-2016).

El árabe del futuro se nutre también de impresiones sensoriales y olores. El blanco es el color dominante del dibujo, como la memoria que desaparece antes de ser expresada, sobre el que se aplican tonos diferentes según el país: amarillo para Libia, rosado para Siria, azul para Francia. Son colores que evocan emociones y ambientes culturales. Naturalmente la memoria, como esa luz que se desvanece, es una forma de ficción. Al comparar Mi circuncisión (2004), de Sattouf, con la narración de ese mismo episodio en el tercer Árabe del futuro comprobamos que cambian numerosos detalles. Pero la «verdad esencial» permanece. Más llamativo es el juicio severo de adulto sobre su padre en Mi circuncisión, mucho más ambivalente aquí, ya que prefiere la mirada cándida del niño fascinado por su progenitor y el mundo. Sattouf vuelve así a sus temas recurrentes: la infancia como etapa crucial en la construcción del sujeto, la escuela y los mecanismos de transmisión cultural, la presión estatal y religiosa sobre el individuo, el origen y propagación de la violencia. El otro gran tema es la identidad, que Sattouf, ni sirio ni francés, busca a través de su padre, o el testimonio como método de conocimiento: «Saber y dar a conocer es una manera de seguir siendo humano», escribió Tzvetan Tódorov. La obra también puede leerse como la rendición progresiva a las tradiciones locales de su padre, un admirador laico de Nasser que creía en el panarabismo socialista, debatiéndose contradictoriamente entre la razón de su formación universitaria y el apego familiar a creencias religiosas y supersticiosas. Para su padre, Sattouf debía ser un representante de las nuevas generaciones, «el árabe del futuro».

Treinta años después, el ascenso de regímenes yihadistas —con la complicidad de diversas potencias— y atentados como el de Charlie Hebdo, donde murieron la mayoría de sus antiguos compañeros de revista, parecen certificar el fin del sueño panarabista laico.

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