Cuando el viento sopla

Un apocalipsis demasiado actual

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Un lugar aislado de la campiña inglesa, en algún punto de unos sesenta inventados que, sin embargo, se proponen acercarse tanto a la realidad como le esté permitido a la ficción. En un paisaje refulgente de luz, de verde y de calma, una pareja de viejecitos caminan juntos por el epílogo de sus vidas, refugiados en su pequeño rincón y en un amor indestructible que se alimenta de ingenuidad, cariño y tiempo. Un día, el hombre de la pareja lee accidentalmente en el periódico que se aproxima un apocalipsis nuclear, y decide preparar al matrimonio, ayudado por unos folletos del Gobierno, a sobrevivir a la explosión.

No hay nada en este argumento que no hubiera podido ocurrir en los momentos más álgidos de la Guerra Fría, cuando más cerca, quizá, estuvo la humanidad de autodestruirse. Sin embargo, en esta narración despiadada que es Cuando el viento sopla, Raymond Briggs arriesga la vuelta de tuerca, lanzando a mitad de su cómic esa bomba atómica que en su momento, quizá por azar o quizá por un destello salvador de raciocinio, no llego a caer. Y cuenta lo que ocurre a partir de ese momento, que resulta siniestramente similar a lo que todos pensamos que hubiera ocurrido.

Resulta problemático sintetizar con precisión la inmensa paleta de sentimientos que la lectura de esta historia suscita en el lector, pero quizá la mejor manera de aproximarse a ello  paradójicamente— sea a través de su cuidada estructura narrativa. Así, quizá el mayor mérito de la obra de Briggs resida en situar a dos personajes rebosantes de humanidad y ternura —no en vano están basados en los padres del autor— en la situación más negra y siniestra posible, ante una situación que solo puede concluir en un final horrible que todos, menos ellos, conocemos casi desde la primera página.

La obra se vertebra a partir del enfrentamiento de dos contextos simultáneos y fundamentalmente opuestos: por un lado la actitud de los protagonistas, que han pasado la vida en un rincón del mundo, felices y tranquilos, ajenos y desconocidos de todo lo exterior, y la realidad de una Inglaterra distópica donde toma cuerpo, de un momento a otro, el fantasma de la guerra atómica. Así pues, indefensos ante la posibilidad de una contaminación nuclear para la que no están preparados ni física ni mentalmente, e incapaces de valorar el grado de la amenaza que les sobreviene, Jim y Hilda se agarran a su única posibilidad de supervivencia: un folleto del Gobierno sobre «Cómo protegerse de un ataque nuclear», que el autor basó en un texto real. Resulta conmovedor su modo de resolver las contradicciones, tanto tratando de seguir a rajatabla las kafkianas instrucciones del folleto —que a menudo bordean lo ridículo— como oponiendo una confianza desmesurada e infantil en el Gobierno a la certeza de que las órdenes las dan computadores. O, como ellos dicen, «conmutadores».

Briggs divide el cómic en dos bloques muy claros, que diferencia de distintas maneras, y cuya brusca transición se lleva a cabo mediante unos trazos temblorosas que describen el estallido de la bomba. La primera se resuelve en brillantes tonos pastel, verdes y azules, y enmarca la vida tranquila del matrimonio Bloggs, solo levemente enturbiada por la amenaza de la bomba, lejana y remota la mayor parte del tiempo. El lenguaje tierno y algo demodé de los ancianos construye poco a poco las pequeñas vidas de los dos protagonistas, libres de sufrimientos y complicaciones, y la guerra aparece a medias como un recuerdo lejano y positivo de los años cuarenta y a medias como una entelequia inofensiva en lontananza. Por momentos, el contexto amable y el humor que se filtra en muchas de las viñetas provocan en el lector la duda de si, efectivamente, los ancianos se enfrentan a algo serio o por el contrario viven una especie de simulacro feliz. Solo las máquinas de guerra que aparecen ocasionalmente en dobles paneles oscuros y sombríos avisan de que la comedia que estamos contemplando tiene, sin remisión fecha de caducidad.

Tras la deflagración, todo cambia. Las palabras de los ancianos han dejado de configurar la realidad, demasiado vívida y demasiado horrible en las líneas difusas y los colores grises que dotan a la escenas de un aire siniestro, expresionista, a veces casi insoportable. Ya sabemos que no había broma ni confusión, el patético refugio atómico digno de bricomanía es la única defensa de los dos desgraciados contra la radiación y la lluvia ácida. Ahora, el desconocimiento y la indefensión de los Bloggs ya no es simpático, es durísimo; incapaces de asimilar una realidad que les supera, no pueden aceptar su conversión en despojos humanos, la niegan mientras sus cuerpos se caen a trozos, y ni siquiera la proximidad de la muerte podrá arrebatarles la convicción de que, muy pronto, las autoridades enviarán gente para ayudarlos, y lo que está ocurriendo no es más que un mal sueño. Es difícil describir el cruce de emociones que provocan las últimas páginas: pena, indignación, tristeza repulsión, piedad…. Quizá la más clara, que coincide con el desenlace, es la vergüenza de ser humano.

La gran crítica que se le ha formulado a Cuando el viento sopla es que se trata de un cómic desfasado, ya que la Guerra Fría queda muy atrás. Sin embargo, cuando uno revisa el material, encuentra que el contexto histórico concreto es muy poco importante en comparación con lo que realmente quiere contarnos Briggs: la indefensión de la gente normal ante una guerra que destruye su vida y no puede controlar. A veces los protagonistas parecen de otro mundo, pero cualquiera podríamos ser Jim y Hilda de estar en el lugar y en el tiempo equivocados: llámese Bosnia, Irak, Vietnam o Sudán. Ese es el verdadero valor de esta gran obra, y por ello nunca pasará de moda. Siempre será actual.

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