Hace unos años, un amigo, persona muy relacionada con la industria de los tebeos, me lanzó una pregunta a bocajarro: «Para ti, ¿cuál es la esencia del cómic? ¿La narración o el dibujo?». La pregunta era lo suficientemente ambigua como para parecerme que ahí se jugaba algo y que de mi respuesta dependía el futuro de nuestra amistad. Y fue tan inesperada que no dediqué a la respuesta ni un segundo de reflexión. Mi intuición contestó: «el dibujo».
Este es mi punto de partida para hablar de Bradley de él, y si tú, lector, consideras que el dibujo en el cómic solo es una mera herramienta y no la fuerza vital del noveno arte, no vamos a entendernos. Pero, cuidado, cuando hablo del poder del dibujo no aludo necesariamente a Alex Raymond; también me refiero a Calpurnio.
Primero, una breve y muy deficiente sinopsis de la trama, que no del tema, de este libro: nuestro protagonista, una especie de impersonator del actor Bradley Cooper, se prepara para interpretar al ciclista Lance Armstrong (¿en un remake de Marathon Man o de Forrest Gump?). Corre bajo el sol abrasador del desierto de Nevada, mantiene encuentros con los más variopintos personajes en casinos y hoteles de Las Vegas (junto con los aeropuertos, el nolugar por excelencia, en una especie de Odisea moderna con cameo de Leonardo DiCaprio incluido) y, básicamente, se pregunta qué son el éxito y el reconocimiento social, cuáles son las monedas de cambio más valiosas en una cultura mediática donde prima la fachada (de ahí que el mundo del cine y, en especial, de los actores tenga un peso tan grande en la narración). E, inevitablemente, al interrogarse sobre la fachada, no queda otra que tratar de echar una ojeada a lo que hay bajo esa fachada, al interior, al núcleo. Y, perdona que me repita, pero si hablamos de cómic, en el núcleo está el dibujo. El núcleo es el dibujo.
Willumsen disfruta dibujando. Es algo que se percibe desde la primera página. Es un dibujante excepcional que no juega a impresionarnos a los lectores, sino a sorprenderse a sí mismo, aunque en el proceso consiga lo primero. Dice el autor que él considera el cómic, en cuanto que es ilimitado a la hora de la representación, como el medio narrativo visual por excelencia, y en Bradley de él se aplica para demostrarlo. Páginas vivas que son collages de imágenes (y que pueden traer a la memoria no un cómic, sino una novela concreta: Casa de hojas, de Mark Z. Danielewski), donde la perspectiva explica cosas (es difícil no acordarse de Frank Quitely en muchas páginas, lo que me recuerda que Willumsen también ha dibujado a superhéroes como Punisher y Lobezno), donde la escala de los elementos se relaciona más con su importancia que con sus dimensiones reales, donde el espacio (positivo y negativo) trata de transmitir sensaciones, donde el tiempo se estira y se encoge sin recurrir a los trucos manidos de siempre, donde la acción se desarrolla a lo largo y ancho de la página como un continuo, una página que es a la vez un espacio fluido y estático, dependiente e independiente de las páginas adyacentes. Si explicarlo es un galimatías, imagina cómo es dibujarlo. No está al alcance de cualquiera. Y, sin embargo, y a pesar de que existe un importante trabajo de composición, estructura y lógica narrativa por parte de Willumsen, se adivina también que, en gran medida, se ha dejado llevar por la intuición y el propio placer de dibujar (que las páginas se reproduzcan a lápiz no es baladí, tampoco. El dibujo parece más dibujo cuando aún conserva esa calidad de inacabado, de perecedero, cuando aún es posible imaginar el movimiento ejecutado por la mano).
No resulta fácil explicar Bradley de él, como suele suceder con las experiencias puramente sensitivas. Aunque seguramente no es el primer nombre que a uno le vendría a la cabeza, el pro- pio Willumsen ha mencionado a José Muñoz como una de las influencias en su trabajo. Ahí es nada. Y si revisamos los trabajos más antiguos del dibujante, veremos la influencia clarísima de Robert Crumb y de ¿Matthias Schulteiss, quizá? Ahora, si he de mojarme, yo los paralelismos más obvios los he encontrado en Moebius, tanto con el de Arzak (por la subversión, por el goce de crear un mundo usando tan solo grafito/tinta y papel, por la destreza casi inhumana del dibujo) como con el de Inside Moebius (por esa sensación de improvisación por parte del autor y desconcierto por parte del lector, por esa labor de introspección, por el desierto como escenario de la búsqueda del yo interior).
¿He dicho ya que, además, es un cómic muy divertido? Y, en gran medida, gracias a la excelente traducción de Jorge de Cascante (lo que me da pie a emitir un exabrupto que hace tiempo deseaba emitir: dejemos de aceptar tanta traducción mediocre en el cómic). No es un tebeo repleto de gags, pero cada página, cada diálogo, despide una ironía muy fina. Resulta obvio de nuevo que Willumsen tiene la diversión en mente cuando trabaja. Bradley de él termina con un discurso de aceptación del premio Óscar. Aunque los premios Goya no son exactamente lo mismo, creo que viene a cuento (por su calidad surrealista, inconexa y desconcertante, tan afín a este cómic) parafrasear el famoso discurso de Alfredo Landa: Connor Willumsen «lo ha perfao».