Carvalho. Tatuaje

La resurrección de Carvalho

tatuaje

Nostalgia de una Barcelona, la de los setenta, que ya no existe más que en la memoria. Nostalgia de Manuel Vázquez Montalbán (1939- 2003), que se fue demasiado pronto aunque siga brillando en sus obras. Nostalgia de uno de los detectives más emblemáticos e influyentes de la historia de la novela negra, sí, aquel que osaba quemar libros (ni el Quijote se le resiste) en la chimenea de su casa de Vallvidrera: el políticamente incorrecto Pepe Carvalho, cínico pero sentimental, hedonista, gourmet y bon vivant, escéptico y desencantado, exmilitante comunista y exagente de la CIA. El homenaje de Hernán Migoya y Bartolomé Seguí es absoluto a un escritor y un personaje de los que se confiesan fans, y a aquella ciudad que todavía no sabía que sería olímpica, aún en los estertores del franquismo, que ambos conocieron bien cuando se abrían paso en el mundo del cómic.

Guionista y dibujante los resucitan en las viñetas de Tatuaje, la adaptación de la primera novela protagonizada por Carvalho, transcurridas más de cuatro décadas desde su publicación (en 1974). Con ella han sabido gestionar con éxito los peligros de manejar toda esa nostalgia relanzando el mito en pleno siglo xxi y sin perder el espíritu y la esencia de Carvalho ni la voz de Vázquez Montalbán.

El escritor y periodista recibe el primer homenaje ya en la propia portada de Tatuaje, pues aparece por la esquina paseando por Las Ramblas, mientras Carvalho lo hace por el centro del paseo. La prosa de Vázquez Montalbán habla desde los bocadillos, extraída en gran parte de textos y diálogos de la novela. La trama negra está ahí: el detective indaga en el asesinato de un hombre cuyo cadáver es hallado desnudo en la playa de Vilassar de Mar y que lleva una frase tatuada —«He nacido para revolucionar el infierno»—. Pero, como defiende Migoya, «Carvalho es mucho más que un caso criminal: con la excusa de cada caso, su autor metía un fresco del país entero». Y, así, escribía la crónica social y política de un país. Ahora, con la distancia temporal, el cómic escribe además una crónica sentimental y emocional de una época mostrando unos personajes y motivaciones que no desentonarían en la actualidad.

Barcelona era un personaje más en las obras de Vázquez Montalbán, también en este primer cómic de Carvalho, de formato francobelga. Ello le va como anillo al dedo a Seguí, que se encuentra como pez en el agua dibujando escenas urbanas. Lo ha venido demostrando en Historias del barrio (con Gabi Beltrán; Astiberri), Las serpientes ciegas (Premio Nacional de Cómic 2009) o Las oscuras manos del olvido (ambas con Felipe Hernández Cava), con escenarios de Palma, Madrid, Nueva York o el País Vasco. En Tatuaje, con un trazo rápido y un color un tanto oscuro y tamizado, evoca las calles y los edificios de la entonces gris capital catalana, tiznada por la contaminación, una década antes de sucumbir a la fiebre de la campaña municipal Barcelona, posa’t guapa (ponte guapa), que la haría brillar durante los Juegos Olímpicos.

Si en el álbum coral BCNoire (Norma, 2018) 48 autores capitaneados por Raule (Jazz Maynard, Diábolo) retratan en 23 historietas las diversas barcelonas negras de hoy día, Tatuaje refleja la Barcelona de ayer, la de 1974, en el añejo escenario canalla en el que seis años después un entonces underground Nazario situaría a su Anarcoma. Las calles que frecuentaba esta icónica detective transexual del cómic son también las que tanto amaba Carvalho, las del barrio chino, con el latido de las siempre bulliciosas Ramblas (que Seguí evoca tal como eran, mucho más vacías de turistas que ahora). Nazario (a quien Tatuaje también rinde homenaje, mostrándolo junto a su malogrado amigo y colega de juergas Ocaña) puso el foco en la Barcelona más libertina y nocturna, de orgías de sexo, drogas, alcohol y homosexualidad. La de Migoya y Seguí, emulando a Vázquez Montalbán, es menos extrema pero nada mojigata. El detective se adentra en mundos movidos por las pasiones y las miserias, humanas, en las que no faltan escenas de sexo ni el mundo de la prostitución, de los chulos y putas, como la propia novia de Carvalho, Charo, para la que Seguí buscó inspiración en musas eróticas de la época como Ágatha Lys y Bárbara Rey, pero también en la cantante Blondie. Y viajan a Ámsterdam y su barrio rojo acompañando a un Carvalho a quien decidieron encarnar en el rostro de Ben Gazzara, un actor que el novelista citó en su día para ponerse en la piel del detective.

El recorrido por las miserias humanas, seguirá. Migoya y Seguí ya tienen entre manos las dos próximas adaptaciones, La soledad del mánager y Los mares del sur.

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