100 balas

Matar nunca fue el dilema

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¿A cuánta gente querría matar? No enarque las cejas, claro que lo ha pensado. Fugazmente, si quiere, pero esta no es la primera vez que le sobrevuela la idea. «Si pudiera…», se dice. Hasta que salta el resorte automático: los principios, la moralidad y ese sentido embotado de la culpa. Pero no es eso lo que le frena, claro que no. Puede repetirse incesantemente la perorata sobre la sacralidad de la vida humana y la superación de la barbarie. Pero esa pulsión va a seguir ahí, traqueteando. Como los hijos de puta que le arruinaron la vida y no están ni en la tumba ni en la cárcel. Puede seguir bramando a la justicia, o escuchar a ese desconocido que se ha sentado a su lado en el autobús y sabe perfectamente cómo se llama. Porque además de un maletín, porta aquello que realmente nos frena para no abandonarnos al instinto, el antídoto contra el miedo que nos paraliza: la promesa de que después no tendrá que pagar la factura, porque no la habrá. Nada de coartadas, ni bofia, ni vertederos donde dejar pudrirse al finado. Simplemente, 100 balas y la certeza de la impunidad. ¿Continúa pensando en la moralidad, o sus dedos comienzan el recuento, pergeñando si será suficiente munición?

Ante las fauces tenemos el delicioso manjar de la venganza, punto de arranque de 100 balas (Vértigo), una de las series de cómic más laureadas de las últimas décadas, escrita por Brian Azzarello y dibujada por Eduardo Risso. Bajo este aperitivo potente, de premisa aparentemente sencilla —¿dónde queda la moralidad cuándo tenemos impunidad?— palpita una historia con infinidad de aristas que se irán desgranando a través de sus cien números. El agente Graves, el tipo del autobús, llama a la puerta con el misterio, el maletín y las balas para arrastrarnos por el barro del dilema ético, sin más exigencia que un apretón de manos. Los primeros volúmenes seremos cualquiera de los personajes que dejan de chapotear en la miasma de su fracaso para matar o no matar. Historias pequeñas, sórdidas y terribles, que van componiendo el intrincado tablero en el que jugaremos después. Seremos la joven expresidiaria Lizzy Córdova, el dueño de un antro Lee Dolan, el jugador de dados Chucky Spinks o el vendedor de helados Cole Burns. Parias, en cualquier caso, víctimas que han de elegir si convertirse en verdugos o esperar a que a cualquier don nadie con el mono se le escape un tiro y acabe con su miserable existencia.

El camuflaje es una historia coral, magistralmente dibujada y tan violenta como una ensoñación tarantinesca. Pútrida, desesperanzada, inserta en el género noir, aunque hay mucho más. Porque con el retorno del mefistofélico Graves tras el crimen, arranca lo que ha hecho de 100 balas una obra imprescindible, mucho más que un relato sobre el exquisito poder de la venganza y la moral del crimen y la violencia. Y es que el agente trajeado regresa, mascando una sonrisa malévola. El misterioso benefactor vuelve a sentarse a nuestro lado, desvelando poco a poco el juego en el que esas balas nos han involucrado. Las pistas que nos iba dejando no eran fallidas: bajo esos maletines había un descomunal puzle, con más de cien intrigas intricadas y fatales, cuyas ramificaciones se remontan mucho tiempo atrás.

Pisando charcos de sangre y esquivando las ráfagas de plomo se avanza en este thriller conspiranoico que sabe a Raymond Chandler y suena a la furia de un saxo en el peor garito de la ciudad. En este universo de zorras fatales y gángsters de pelo entero, lo complicado será comprender que lo que está en juego no es quién mueve los hilos, si no quién los moverá. Descubriremos esa poderosa y milenaria organización del Trust, y a las trece familias que han equilibrado las fuerzas en la sombra: Medici, Vermeer, Vasco, Madrid, Kotias, Simone, Peres, Dietrich, Carlito, Nagel, Rhone, D’Arcy y Von Hagen. El dilema sobre el asesinato sonará a chiste con el emerger de los Milicianos y su reactivación, cuando la furia, el dolor y el odio lo inunden todo y matar sea ya solo una rutina más de esta pesadilla que comenzó con un maletín. Fulminados los límites morales, vemos claramente el terreno que estaba bajo nuestros pies: que esto fue siempre un tablero de ajedrez y nosotros, los peones.

Ilustres entendidos han comparado 100 balas con la gran novela negra americana, algo tan cierto como injusto. Porque si bien es cierto que sus guiones harían palidecer a la mayoría de noirs, la comparativa entraña ese indefectible menosprecio al cómic en sí mismo. La obra de Azzarello y Risso no necesita ser elevada al género de novela para brillar: fraguada durante una década, constituye probablemente una de las mejores sagas de cómic negro hasta la fecha, sino la mejor. Una historia potente tanto argumental como visualmente, que consigue entretejer decenas de historias y personajes, sin dejar un cabo suelto en su final. Y ese es uno de los mayores méritos de 100 balas: llegar a la meta, una década y centenares de conspiraciones después, con una gran conflagración que cierra el círculo sin dejar porqués sin contestar. Matar o no matar nunca fue el dilema. Como diría el legendario personaje de Robert E. Howard: lo mejor de la vida es aplastar enemigos, verles destrozados y oír el lamento de sus mujeres. Y sí: para eso cien balas se antojan muy pocas.

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