Cuando encaró la producción de Ciudad de cristal, David Mazzuchelli ya llevaba varios años alejado de la senda de los superhéroes. Daredevil Born Again y Batman. Año uno (ambas con guion de Frank Miller) lo habían consagrado como el gran dibujante de superhéroes de su tiempo, heredero de la síntesis gráfica de Alex Toth, de las atmósferas naturalistas de clásicos de prensa como Noel Sickles y de la capacidad expresiva y mimosecuencial de Harvey Kurtzman. Tras muchos años de construirse a sí mismo como artista y alcanzar un cénit creativo, su inquietud artística lo obligó a tomar una desviación. Eran los primeros noventa, Art Spiegelman recopilaba su Maus y florecían los comic books autoeditados (o casi) en la escena independiente. Fue en este caldo de cultivo que Mazzucchelli encontró la inspiración para deconstruirse. Abandonó los superhéroes y lanzó Rubber Blanket, su propia revista unipersonal y autoeditada donde el tono se parecía al de su producción previa como un huevo a una castaña. Se acabaron las vistosas mallas. Los Gothams fueron sustituidos por historias introspectivas ancladas en el mundo real, o en un mundo relativamente onírico que funcionaba como reflejo del interior de sus personajes. Y los guiones eran suyos. Aquello era comenzar el aprendizaje de nuevo. Mazzucchelli estaba aprendiendo a contar historias que le importaban. Lo primero que hizo fue despojar su dibujo de adornos, liberar su muñeca del acabado más académico y lanzarse a la búsqueda del trazo expresivo y depurado. En cierto modo esto lo llevó a otro tipo de afectación, pero al menos era su afectación, no la que imponía el público de los superhéroes. Solo llegaron a ver la luz tres números de Rubber Blanket, pero fueron suficientes para dejar un buen puñado de historias y para que el nombre de Mazzucchelli adquiriese connotaciones muy distintas a las que se le asociaban durante la década anterior. Gracias a este nuevo estatus, Mazzucchelli, con ayuda del guion del reconocido editor y experto sobre teoría y práctica del cómic Paul Karasik, pudo encarar la adaptación al cómic de Ciudad de cristal, la novela de Paul Auster.
Ciudad de cristal, primera parte de la conocida como «Trilogía de Nueva York» de Auster, podría definirse como un thriller metafísico. En realidad, los elementos de intriga funcionan allí como un elemento más del carácter metanarrativo del relato, que no deja de ser una búsqueda, una inquisición sobre la naturaleza de la comunicación y el lenguaje a distintos niveles. Por eso mismo no es de extrañar que Mazzucchelli se sintiera atraído por adaptar —a petición de Spiegelman— la novela: en los últimos tiempos, el dibujante había demostrado sentirse especialmente interesado en explorar las sutilidades narrativas el cómic codificadas en el trazo del dibujo, los encuadres, las transiciones, la disposición de elementos en la página, el ritmo y la tal vez más etérea relación entre obra y lector. Así pues, se lanzó junto a Karasik a plasmar en viñetas la novela original, con el condicionante impuesto por Auster de que gran parte de su texto se conservase intacto. Lo cual, vistos los resultados, resultó ser un acicate para los autores del cómic, que disfrutaron añadiendo niveles de lectura literales y simbólicos en la propia imagen. Así, lo que a primera vista podría parecer una traslación prácticamente literal de la novela, se convirtió en otra cosa. En concreto, en una indagación sobre el lenguaje del cómic. Por supuesto, gran parte del valor del producto final viene dado por la más que interesante y sugerente materia prima aportada por el novelista, pero Karasik y Mazzucchelli se las arreglan para establecer de una forma totalmente nueva y original una suerte de tratado sobre la indivisibilidad de fondo y forma en el cómic. El dibujo (en sentido amplio, y recordemos que las letras son dibujos) deja de ser un mero acompañante, una huella ilustrada del texto, un pequeño matiz añadido, para convertirse en fuerza motriz y auténtica alma del relato. En palabras del propio Mazzucchelli, su versión de Ciudad de cristal no pretendía ser una adaptación, sino una traducción de un lenguaje a otro. Para ellos, los autores de esta nueva obra que es Ciudad de cristal, el cómic, fijaron su atención en la estructura y la capacidad simbólica de las imágenes dibujadas, capacidad que las letras, con su decodificación unívoca, han perdido con el tiempo. Tampoco olvidaron que ciertas alteraciones en el trazo y el estilo podían otorgar una voz propia y reconocible a cada uno de los personajes, mientras que otras podían otorgar a la imagen la cualidad de un plano o un icono. A lo largo de centenar y medio de páginas, los autores crearon un mundo dibujado de forma heterogénea que sin embargo presentaba toda la coherencia interna necesaria para permitir una lectura fluida y envolvente. Alejándose de los usos cinematográficos (linealidad, montaje, encuadre) jugaron a materializar un nuevo espacio utilizando el poder connotativo del símbolo, multiplicando la cantidad de información decodificable por el lector. Hicieron que los dibujos hablasen su propio idioma y que nosotros, sin necesidad de conocerlo previamente, lo comprendiésemos. De no ser así, todo su esfuerzo no habría servido de nada.