Anecdotario de Tomine sobre sus peores experiencias personales como autor de cómics
Puede decirse que Adrian Tomine (Sacramento, Estados Unidos, 1974) tiene ya asegurado un puesto entre los grandes de la novela gráfica. Con 16 años comenzó a autoeditar sus historias cortas mediante la cabecera Optic Nerve. Poco después obtuvo una beca de la fundación Xeric, y la revista pasó a ser publicada por la canadiense Drawn&Quarterly. Siendo un veinteañero, ya era considerado uno de los nombres esenciales del cómic independiente, y comenzó a reunir numerosas nominaciones y galardones en los premios Harvey, Ignatz y Eisner. Su prestigio también llegó a Europa, donde fue seleccionado en diversas ocasiones para los premios del Festival de Angulema. Mientras tanto, también fue desarrollando una importante carrera como ilustrador en prensa, y ha colaborado en The New York Times o con celebradas portadas en The New Yorker.
Con ritmo pausado y periodicidad libre, Optic Nerve ha seguido siendo su forma de sacar su reducida producción a la luz, paso previo a la recopilación de sus trabajos en tomos, como Intrusos o Rubia de verano. Especializado en las historias breves, claramente emparentables con el relato corto norteamericano contemporáneo, ha mantenido una personalidad muy clara a lo largo de los años, lo que no impide apreciar una evolución en su estilo gráfico y unas inquietudes que lo han llevado a explorar distintas fórmulas narrativas. Sus cómics son retratos nada complacientes de una sociedad individualista, con personajes que están lejos de lo modélico en lo vital y lo ético; son historias de regusto amargo, con finales abruptos en apariencia, que dejan la trama en el punto adecuado. A pesar de eso, no se trata de un autor fundamentalmente pesimista, ni tiene un gusto enfermizo por la parte menos agradable de la sociedad, sino que nos pone como lectores ante un espejo en el que de alguna forma siempre vemos reflejos de comportamientos y reacciones que nos resultan más cercanas de lo que quisiéramos reconocer.
Con los años, Tomine ha ido incorporando nuevos matices a sus registros, y su estilo visual ha dejado atrás una cierta frialdad para adoptar unas líneas un poco más amables, que lo llevan a territorios colindantes con los de los hermanos Hernández, por ejemplo. Eso no solo no ha ablandado el tono de sus narraciones, sino que también ha abierto la posibilidad de una línea más relacionada con la comedia que con el drama, iniciada en 2011 con Escenas de un matrimonio inminente. Ese libro se originó, de hecho, como recuerdo para los invitados de su propia boda, y en él recogió toda una serie de anécdotas personales acerca de la organización de las celebraciones nupciales, que mostraban, con un acercamiento caricaturizado, una imagen de su autor como personaje lleno de inseguridades y con tendencia a las meteduras de pata.
La soledad del dibujante recupera años más tarde aquel espíritu. Es una obra también ligera, pero más intensa, en la que Tomine saca a relucir su lado más neurótico y su síndrome del impostor. En ella recopila los momentos más ridículos, incluso bochornosos, que ha vivido relacionados con el mundo del cómic, sus presentaciones al público, las convenciones y otros eventos semejantes, remontándose hasta sus vivencias escolares. Su estructura de pequeños capítulos que cuentan cada una de esas situaciones indeseables podría hacer pensar que estamos simplemente ante una enumeración de momentos infames, que no parecerían propios de una carrera insigne como la suya.
La retahíla de casos lamentables es sin duda divertida, pero no es hasta que se llega a la última página cuando se entiende la estructura circular que da sustento a la obra, en la que toda esta exhibición de penalidades es tanto causa como efecto. Se comprende entonces que la acumulación de anécdotas es algo más que un propósito de reiteración. La ligereza que domina la obra pasa a tener, vista en conjunto, un sentido que la puede emparentar más con los ejercicios de reflexión vital que hicieron en su momento Lewis Trondheim con Mis circunstancias o Dupuy y Berberian con Diario de un álbum. Tomine habla de su relación de amor/odio con el medio, que ha sido y es, a la vez, su modo de vida y también su obsesión; de la difícil relación con el público en la vida real cuando las destrezas están concentradas en el trabajo sobre el papel y es el propio trabajo el que impide la práctica de las habilidades sociales. De hasta qué punto ha dedicado demasiado tiempo a una pasión nacida de una fijación de su época infantil. De un complejo de inferioridad heredado de una época que afortunadamente comenzamos a superar.