Si empiezan a aparecer símbolos raritos escritos con sangre en tu pared, si todo tu edificio cae misteriosamente enfermo de repente —repito: misteriosamente, no vale que tengáis una antena de telefonía en la azotea—, si tu padre es poseído por un demonio de los chungos, si llega un extraño paquete desde África y todo el que lo toca parece sufrir un destino aciago, ponte guapo porque seguramente recibirás una visita de John Constantine.
Lo reconocerás por su gabardina, que deja aparcada tan rara vez que ya hasta tiene vida propia, lo reconocerás porque fuma un cigarrillo detrás de otro, lo reconocerás porque te hablará como si fueras un excremento abandonado en un bordillo y aun así tendrás la impresión de que es el único que puede salvarte de los males que te acechan. Y picarás, claro. Todos picamos.
John Constantine es el protagonista de Hellblazer, una saga que ha durado casi treinta años. Y se la debemos, como tantas otras cosas, a Alan Moore y su Cosa. La del Pantano. Constantine lleva desde 1985 siendo un bastardo —en sentido figurado, que ahora con la popularidad de Jon Nieve hay que estarlo aclarando—, un embaucador.
Como mago, es la antítesis de Harry Potter, la némesis de Juan Tamariz: demonios, sectas, sociedades secretas de magia negra, vudú, figuras maléficas de cuantas mitologías son, horrores de los que ni siquiera has oído hablar… John Constantine está metido hasta las cejas en toda la miseria de este mundo. No siempre fue así: empezó como una afición adolescente por la magia, por lo paranormal, por lo oculto. Lo cierto es que le venía de familia.
Su avidez le llevó a codearse con las más peligrosas compañías. No había problema en el que Constantine no metiera sus narices. Y lograba salir indemne. Así se labró una fama. Todos los bandos de su peculiar mundillo trataron de reclutarle para sus filas y él los dejó en ridículo con su cáustico sarcasmo y su soberbia. Siguió sacando tajada de todos los asuntos en los que se veía envuelto. Hizo enemigos entre los suyos y aún más enemigos entre los del más allá. Se convirtió en un elemento demasiado peligroso. Un objetivo. Pero Constantine, el arrogante, el estafador, se adelanta a todas las trampas, traza sus faroles como un astuto jugador de cartas y consigue salir airoso de las encerronas.
Para entendernos, podrían hacer unas quince temporadas chungas de American Horror Story —¡háganlas!, ¡háganlas!— solo con sus correrías, si no fuera porque Constantine es inglés. Tal vez sea el clima del país —«Maldita comida de avión. Maldita lluvia. Maldita Inglaterra»— lo que le ha condenado a ser un cínico, un sinvergüenza, un gilipollas que husmea en las desgracias ajenas intentando sacar tajada. Tal vez hubiera preferido seguir con su grupo de punk y no haberse adentrado tanto en el abismo. Pero ahora ya no puede ni sabe desandar el camino. Y muchas veces, es el único que puede hacer algo cuando algún insensato cruza la línea y hace emerger un horror de los que palpitan en la oscuridad.
Créeme, John es el tipo de mago que te salvará el culo pinturrajeando símbolos arcanos en el suelo de tu casa mientras te envía socarronamente a dormir. Pero por la mañana habrá desaparecido, junto a tus grimorios, tus amuletos, tus pentáculos y todas esas cosas que un amante de la demonología como tú, querida amiga, tiene en su casa.
Pero ¿es que John no conoce el amor? ¿Siempre ha sido un gilipollas? No, claro. Ya en los primeros números de la serie se deja entrever el motivo de la áspera personalidad del mago. John Constantine mira al abismo y le sostiene la mirada en un pulso titánico. Pero es imposible alternar con la miseria durante tanto tiempo sin que esta impregne tu vida hasta las heces. Constantine ha sido maldecido en todas las lenguas conocidas, y su maldición se ceba con aquellos a los que ama. Su entorno se ve peligrosamente envuelto en la sordidez de sus andanzas: su hermana, su padre, su sobrina, sus amigos, todas sus novias… Torturados, enloquecidos, condenados, usados como moneda de cambio. Muertos de maneras horribles, en la mayoría de los casos. Y por si esto no fuera suficientemente doloroso para él, los fantasmas de sus seres queridos se le aparecen para culparle, para atormentarle. No es precisamente un panorama acogedor, ¿verdad?
¿Y qué harías tú? En alguna callejuela de Londres, John Constantine enciende un cigarro y sonríe con arrogancia.
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