Olivier Schrauwen lleva años descolocando a sus lectores y a la crítica con una sucesión de cómics ajenos a géneros o escuelas. Es belga, sí, y su estilo parece una línea clara actualizada y despojada de adornos, pero solo a veces. Otras, creemos estar ante un adepto anacrónico del underground más alucinado y surrealista de los 60-70; y, en ocasiones, tenemos la tentación de situarle dentro de ese expresionismo esquemático contemporáneo que ha encumbrado a autores como Gipi, Blain, Blutch o Sfar… No es fácil encasillar su obra, sin embargo, sí que podemos reconocer en su trabajo una línea creativa que le vincula con las vanguardias históricas mediante un proceso de actualización postmoderna. Es ese el nexo que conectaba a Mi pequeño con el modernismo y con el surrealismo, con el ornamento art déco y con los cadáveres exquisitos; o el que explicaba el dadaísmo de Arsène Schrauwen, igualmente salpicado de ensoñaciones surrealistas freudianas.
También encontramos esa devoción hacia la vanguardia y sus mecanismos en la obra de Jérôme Mulot y Florent Ruppert; en muchos casos, como paso previo a una deconstrucción de sus convenciones y su manipulación metaficcional. No faltan ejemplos en su bibliografía: cómics que desbordan los límites impuestos por los géneros tradicionales (Le Tricheur), ruptura de expectativas (Maison Close; La técnica del perineo), composiciones vanguardistas (Safari, Monseigneur; Panier de singe), etc. Los juegos del lenguaje de Ruppert & Mulot beben de la autorreferencialidad contemporánea y de su atracción por la experimentación interdiscursiva, sin dejar de mirar a los hallazgos modernistas de las vanguardias clásicas.
Por eso, cuando se juntan algunos de los autores más iconoclastas e innovadores del cómic actual solo puede salir un artefacto tan indefinible como Guy, retrato de un bebedor; la mezcla imposible entre una novela gráfica, un cuadro flamenco del siglo XVII y una historia de piratas. Así como suena.
El libro narra la vida y tropelías de su protagonista, un hijo de puta sin escrúpulos con querencia a la botella y poco miedo a la sangre. Guy, el bebedor del título («¿Cómo se puede ser tan malo y tan tonto al mismo tiempo?», reza uno de los comentarios en la faja promocional del cómic), es uno de tantos buscavidas que habitaban en el inclemente barroco europeo. Cuando se vive con la única intención de llegar al día siguiente, se pierden por el camino los prejuicios, el civismo y los remordimientos. Guy prescinde de retóricas en su huida hacia ninguna parte: mata por una botella de ron y se vende al mejor pagador; y si se tiene que enrolar junto a una tripulación pirata para evitar pasar por la borda, lo hará.
El cómic de Schrauwen, Ruppert & Mulot lleva a cabo una deconstrucción desprejuiciada de aquella figura del pirata idealizada por las narrativas de aventuras surgidas a partir del romanticismo literario. La figura de Guy se parece más a los pícaros miserables y mugrientos del barroco español que a los bucaneros intrépidos de Robert Louis Stevenson y Walter Scott. No hay ni una pizca de indulgencia en su configuración. Para subrayar el desafecto que suscita el personaje, el relato incorpora dentro de su estructura un segundo nivel digresivo (habitado por las propias víctimas de Guy) que se entrecruza constantemente con la línea del relato principal: estas páginas conforman una suerte de limbo metanarrativo en el que los muertos se despachan a gusto contra el causante de su desdicha, al mismo tiempo que, entre insulto e insulto, se burlan de sus torpezas y crueldades. El dibujo de Schrauwen demuestra que el esbozo y la línea suelta son solo una opción más dentro de su virtuosismo gráfico. El blanco y negro se alterna con el color en una recreación de paisajes y personajes que muchas veces parecen los esbozos secuenciados de un pintor flamenco: bocetos de un cuadro vivo. De eso se trata, nos parece entender, de insuflar vida al imaginario pictórico del siglo XVII que contextualiza la acción, de dotar de convicción a la percepción representacional de un periodo frecuentemente estilizado a partir de la mirada costumbrista de artistas como Jordaens, Rembrandt o Vermeer. En definitiva, de bajar a los protagonistas de aquella Europa difícil, tantas veces vandálica y despiadada, al barro de la existencia cotidiana. Guy es uno de los personajes que la habitaban: un superviviente amoral y despreciable, un pirata por imperativo existencial al que, más pronto que tarde, le tocará también reunirse con sus víctimas en el infierno. Mientras tanto, toda la narración se nos presenta filtrada por su mirada etílica; un punto de vista distorsionante que se ve subrayado por esa inconsistencia cromática a la que hemos aludido más arriba o por la misma indefinición cronológica con la que se suceden los acontecimientos.
Inmisericorde y brutal, pero lleno de hallazgos visuales y narrativos, Guy, retrato de un bebedor es un cómic que seduce y desconcierta al mismo tiempo: un ensayo gráfico acerca de la necedad humana y el destino caprichoso, que termina por disfrutarse como una buena historia de piratas.