Francesc Capdevila, Max —nacido en Barcelona en 1956, pero mallorquín de adopción desde los años ochenta—, no es solo uno de los clásicos del cómic en España, en constante evolución desde sus comienzos en los setenta. Su resistencia a la crisis de la historieta española de los noventa, que acabó con muchas de las carreras desarrolladas hasta entonces, marcó de alguna manera su forma de afrontar la creación de cómic. En muchas ocasiones ha detallado que en un momento determinado tomó la decisión de ganarse la vida con la ilustración, disciplina en la que estaba dispuesto a vender su talento como «mercenario artístico», pero reservar el campo de la historieta para hacer solo lo que realmente quisiese hacer, y continuar publicando allí donde fuese posible y de acuerdo con la forma que requiriese el proyecto, como apuesta personal, aunque no hubiese un soporte económico claro. De ese modo, su interés por la edición alternativa, en la que inició su trayectoria, no decayó con los años, y lo llevó a colaborar con múltiples proyectos internacionales, y también a ejercer como pequeño editor. Todo esto ha hecho con los años que sea uno de los autores más respetados del panorama, e incluso, para muchos, la auténtica personificación de la dignidad del oficio de historietista.
Max ha pasado ya por todo tipo de etapas, desde la del formato álbum europeo hasta la de la novela gráfica en su sentido más literal y primigenio, y nunca ha ocultado sus influencias, que en todo caso siempre ha llevado a un terreno propio y personal. Su interés en la investigación de la historia y los mitos y en la visión antropológica, ya demostrado muy tempranamente, ha permeado buena parte de su obra, como también el humor (hasta llegar en algunos de sus registros a un «humor culto» emparentable con el de un Tom Gauld, como son sus colaboraciones con el suplemento Babelia). Las inquietudes personales lo han llevado a trabajar también en ámbitos tan distintos como el audiovisual, el teatro, la danza y la música, esferas todas ellas en las que ha buscado además un maridaje con la narrativa gráfica.
En los noventa, su personaje Bardín supuso recoger a su manera parte de la influencia de Chris Ware en lo referido a recuperar elementos y formatos de las revistas clásicas de cómic para desde ahí construir historieta contemporánea. En muchos autores, la reutilización de fórmulas clásicas (como la emulación de la tira de prensa) sirve más para provocar un extrañamiento que para actualizar las claves narrativas y ficcionales de esas épocas (lo que, por otro lado, entraña el peligro de provocar la creación de pastiches). Sin embargo, Max lleva años buscando caminos artísticos a partir de esas ideas, y uno de ellos es procurar la esencia del cómic mediante los medios genuinamente inherentes a este. Consciente de que uno de los problemas de la historieta para su aceptación cultural en nuestra sociedad está en la densidad que puede ofrecer —que no puede competir con la de la narración escrita, por ejemplo—, en muchos de sus últimos trabajos, Max llega a despojar al cómic de toda intención densificadora. Incluso le retira, como en el caso que nos ocupa, cualquier pretensión transcendente en su temática, y va al núcleo de la definición gráfica de este arte. Lo hace como reivindicación, desde el cartoon, la línea pura y rebosante de vida. Las obras resultantes, sin embargo, no son manifiestos: son lo que él quiere hacer en ese momento, no una manera de rechazar las demás visiones sobre el cómic y el arte. La referencia mironiana a «asesinar el cómic» que se hace en la contraportada de Fiuuu & Graac es, así, un guiño más que una provocación.
Una de las grandes virtudes de Max como autor reside en su extraordinaria capacidad para la narrativa gráfica. Algunas de sus secuencias, vistas en exposiciones (como Panóptica o Hipnotopía), tienen tanta fuerza que pocas veces puede en- tenderse tan bien qué es el cómic viéndolo colgado en una pared. Paseo astral, obra publicada después en forma de álbum pero concebida para exhibirse, o su colaboración para la muestra Viñetas desbordadas (Centro José Guerrero de Granada, 2019) demuestran hasta qué punto Max ha investigado cómo puede vivir el cómic fuera del espacio cerrado del libro o la revista. No es una cuestión menor, habida cuenta de que la mayor parte de las historietas son como peces fuera del agua cuando sus páginas se extraen del formato impreso para llevarse a un contexto museográfico.
Sus libros Vapor y Rey Carbón son antecedentes claros de Fiuuu & Graac, como también El tríptico de los encantados (encargo del Museo del Prado acerca de la obra del Bosco). Con Fiuuu & Graac, que desde su propio título advierte de la fisicidad del humor que propone —y anticipa el hecho de que sus únicos textos van a ser onomatopeyas—, Max logra hacer un cómic que es a la vez experimental y llano, hasta el extremo de ser equiparable a un (gozoso) álbum gráfico infantil; pero también a un libro de arte que reproduce una obra que podría exponerse sin perder un ápice de su valor, e incluso, como él mismo afirma, a un estudio coreográfico a partir de la línea desnuda. La grandeza de Max está aquí en aunar la mayor de las radicalidades con una pasmosa accesibilidad para todos los públicos.
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Añade el tuyo[…] [maio de 2023]: xa se poden ler as miñas recensións tamén na web da revista, aquí e mais […]