Si algo me fascina de las historias apocalípticas es esa capacidad que tienen de endiosar a la especie humana en momentos de crisis aguda. A esas alturas de la vida todo el mundo sabe que cuando el hombre siente que todo se va al carajo, su tendencia habitual es sacar su peor versión, no el instinto de conquistador de galaxias que nunca ha tenido.
Sin embargo, otra forma de apocalipsis es posible y Carlos Trillo y Horacio Altuna vinieron para contárnoslo en un cómic tan sublime como oscuro. Con una dosis justa de ciencia ficción, referentes, contextos y valores de la sociedad contemporánea aparece el que fue su tercer trabajo juntos: El último recreo.
Una bomba acaba con los adultos dejando niños, animales y ciudades intactos. La bomba en cuestión, conocida como «Sex Bomb», emite una radiación letal sobre todo aquel que con el paso del tiempo experimente el despertar sexual. El mundo está destinado a extinguirse y eso está previsto que ocurra más tarde o más temprano.
Los niños son abandonados a su suerte y ahora tienen que buscarse la vida ellos solos, sin respaldo familiar, sin la guía de los adultos, sin sus recursos, pero también sin sus normas ni leyes. Unos niños que se tienen que agrupar en pandillas para sobrevivir, luchar entre ellos, traicionarse, desarrollar la capacidad de previsión e intentar poco a poco empezar a ser productivos. Todo ello sin dejar nunca de ser niños. Madurar es el primer paso hacia su muerte. En fin, barra libre para la locura.
En realidad este punto de partida no es novedoso. En El señor de las moscas, la novela de William Gerald Golding, unos niños náufragos también luchan por su supervivencia. La diferencia fundamental entre el cómic de Trillo y Altuna respecto a la obra de Golding es el marco urbano de los primeros frente al rural que eligió el británico.
Este cómic apareció en 1983 en la revista argentina Superhumor, más tarde en la Fierro y el público español no pudo disfrutar de ella hasta 1992 en Zona 84. No era raro que en este contexto de principios de los ochenta apareciesen historias apocalípticas, si tenemos en cuenta que la sociedad estaba muy pendiente de la Guerra Fría y vivía con la sensación permanente de que en cualquier momento podría darse lugar un ataque químico.
La bomba de Trillo y Altuna ha exterminado a los adultos, pero no sus valores. Durante doce capítulos autoconclusivos de ocho páginas cada uno, nos adentramos en historias en blanco y negro que cuentan precisamente eso, cómo niños de caras adorables se desenvuelven sacando la peor de las herencias que les han dejado sus padres, la educativa.
Además, Trillo no deja caer al azar las cosas que mueven esta historia. Cada episodio, con su planteamiento, nudo y desenlace, viene acompañado de símbolos y la correspondiente moraleja. El símbolo más potente, sin duda es el general de este cómic: la madurez que representa el despertar sexual acaba matando al niño. Una muerte tratada en este caso con un efecto literal, muerte entendida como la pérdida de la vida, pero que al fin de cuentas, provoca que los personajes tengan pánico a crecer, a que el tiempo pase por ellos. A dejar de ser niños.
Un último recreo, una última diversión de los personajes que se ven envueltos en dilemas que tienen que ver con el apego a lo material, emigrar en busca de una vida mejor, aplicar conocimientos adquiridos, sentir odio, amor y aprender de sus errores. Todo esto con la permanente duda de si merece la pena seguir jugando como un precario Peter Pan o morir con el sabor de la gloria por hacerse un hombre.