El mercado del cómic en España es extraño, sobre todo en casos como el que nos ocupa. Mientras en lengua inglesa y francesa hace ya muchos años que buena parte de la obra de Kazuo Umezz (Umezu, en japonés) está disponible, no se puede decir que nosotros hayamos tratado con el res- peto que merece a uno de los más importantes mangakas de la historia, nombre imprescindible por lo que al terror —y también al humor, aunque sea su faceta menos conocida fuera de su país de origen— se refiere. Reverenciado tanto por sus contemporáneos como por autores de generaciones posteriores a los que irremediablemente ha influido gracias a la fuerza de sus páginas, Umezz ha sido a lo largo de su trayectoria un artista muy personal y potente, capaz de combinar el terror salpicado de folclore japonés y de ambientes malsanos (sirvan como ejemplo el título que nos concierne o La casa de los insectos, por citar solamente dos) con cómics en los que se sumerge en futuros apocalípticos (Aula a la deriva) o en los que nos advierte del terrible error que podríamos cometer si dejamos nuestro mundo humano en manos de las máquinas, como en Yo soy Shingo, pasando por ese referente del humor cafre que es Makoto-Chan; estas dos últimas todavía inéditas en los estantes de nuestras tiendas especializadas. Su trabajo, visualmente arrebatador e impactante, lleno de sombras, mezquindad y sufrimiento, abrió la puerta a muchos otros mangakas, que se nutrieron de sus avances y aprovecharon los muros que Umezz había ido derribando obra tras obra para llevar más allá las fronteras de lo que se atreverían a dibujar.
Desgraciadamente ha tenido que pasar más de una década desde que Ponent Mon publicase en España el imprescindible Aula a la deriva para que otra editorial aceptase el riesgo de hacernos llegar otros títulos de Umezz. Por suerte, la espera queda dispensada con las excelentes ediciones de El niño de los ojos de gato (en dos tomos) y La casa de los insectos con las que Satori Ediciones nos ha obsequiado con apenas unos meses de diferencia. Con ellas se supera una asignatura pendiente a la que todavía le queda camino por recorrer.
Una obra maestra (¿juvenil?) del terror japonés
Si Ponent Mon lanzó uno de los mangas fundamentales de Umezz en un momento en el que quizá el público español no estaba lo suficientemente maduro para degustar la obra del japonés, Satori recoge el testigo en un momento ideal para que público de diferentes edades pueda descubrir a uno de —y no nos cansaremos de repetirlo— los grandes maestros del terror. Porque, hoy en día, ya todos nos hemos sumergido en el trabajo de Junji Ito, Hideshi Hino e incluso Suehiro Maruo, preparando nuestras mentes y nuestros estómagos para los distintos trabajos del polifacético Umezz, todo un torrente mediático en Japón.
Pero centrémonos en El chico de los ojos de gato, posiblemente uno de los títulos del maestro ideales para introducirnos en su obra. Ideal porque, aunque no faltan la sangre, los monstruos, los seres fantasmagóricos, los espíritus sobrenaturales, los yōkais, la brutalidad, la mentira, etcétera, todas sus páginas pueden ser disfrutadas tanto por lectores jóvenes como por adultos. Cada perfil descubrirá distintas capas en este puñado de historias escritas y dibujadas entre 1967 y 1969, junto con otras cuatro de 1976. La mayor parte de ellas están protagonizadas en mayor o menor medida por el chico que da título al manga, una suerte de mediador entre el mundo de los humanos y de los monstruos y los seres fantasmagóricos, sin encajar al cien por cien en ninguno de ambos universos. En ocasiones echa una mano a unos pobres humanos víctimas de algunos seres repulsivos y sin piedad, en otras se alinea con unos decepcionados yōkais que sufren el desprecio injustificado de los hombres. Así, el chico de los ojos de gato vendría a ser una suerte de primo hermano del conocido personaje de Kitaro de Shigeru Mizuki, aunque infinitamente más malcarado y capaz de actuar con mayor crueldad cuando la situación lo requiere. Sirva como ejemplo la historia más extensa de toda la obra: «La agrupación de los cien yōkai».
Malabarista de las sombras, los oscuros ambientes de Umezz, entre lo gótico y lo rematada- mente japonés, con cierta influencia del blanco y negro del expresionismo cinematográfico, reflejan como pocos la locura, la soledad, la repulsión y el odio, como si sus personajes viviesen en una constante y eterna pesadilla. De ahí que el humor con el que salpica sus cómics sirva más para subrayar lo perturbador de algunos momentos que para provocar sonrisas en los lectores.
En resumen, Umezz dibuja con un talento y un trazo inimitables, en un blanco y negro arrollador que funciona tanto para mostrarnos a bestias asquerosamente inquietantes como para reflejar la inocencia de esos débiles chiquillos que suelen poblar también las viñetas de cada uno de sus mangas. El resultado es un universo propio que mantiene su frescura y su atractivo casi cincuenta años después de su creación.