El buen padre

Padre no hay más que uno

El buen padre

Progresivamente, y sin previo aviso, una nueva generación de artistas de la autopublicación está ampliando el panorama del tebeo español. Desde hace algún tiempo asistimos en primera fila a la consolidación de un ecléctico grupo de historietistas que saltan indistintamente del fanzine al tebeo profesional, en un viaje que pretenden que sea de ida y vuelta. En pos de una libertad estética plena, que tienen ya interiorizada, dibujantes como Anabel Colazo, Núria Tamarit, Roberta Vázquez, Begoña García-Alén o María Medem, entre otras, rechazan cualquier prejuicio respecto a modas y formatos, de modo que no tienen ningún problema en volver sobre sus pasos y optar, siempre que sea necesario, por presentaciones alternativas para sacar adelante sus proyectos.

Contemporánea de dicho movimiento, Nadia Hafid ha sido la última, de momento, en firmar su primer trabajo de largo recorrido. Y, al igual que sus compañeras de viaje, lo ha hecho demostrando una asombrosa personalidad estética que, al mismo tiempo, la singulariza y la hermana con todas ellas. Pues, aunque cualquier intento de asociarlas resulte un ejercicio difícil, e incluso forzado, sí se pueden apreciar rasgos compartidos. El más llamativo, tal vez, es la aparente desconexión entre fondo y forma, el riesgo de apostar por estilos que, en principio, parecen poco aconsejables para contar sus historias, pero que a la larga se muestran no solo adecuados sino imprescindibles.

Fijémonos precisamente en El buen padre, un drama familiar representado con un trazo supuestamente anodino, aséptico, como de manual de instrucciones. Geometrías medidas y controladas para explicar un episodio triste, sentimentalmente intenso. Pero es que esta (su) primera novela gráfica es pura contradicción desde el mismo título. Bajo una apariencia engañosamente sencilla se desarrolla un relato íntimo difícil de verbalizar. Tal vez por eso, Hafid no confía tanto en las palabras como en las líneas, omnipresentes y regulares. Lo apuesta, casi todo, en una vertiente visual limpia e imparcial, que se lee con suma facilidad, y construye un mensaje que arriba al receptor sin cortapisas.

Recuerdos de infancia marcados por la ausencia y abordados con un ritmo pausado y reflexivo

El tebeo se mueve entre dos periodos separados entre sí por el tono y por la cronología. Cuando la joven protagonista nos describe su presente, las viñetas parecen multiplicarse, el tempo se ralentiza y el lenguaje se vuelve más poético y evocador. Por el contrario, los pasajes que retornan a su infancia lo hacen con mayor verismo, de una manera real y directa. Los recuadros crecen de tamaño hasta ocupar, en algunas ocasiones, toda la plancha. Esa elección narrativa le permite detenerse aquí en las descripciones: del en- torno urbano y transitado de una ciudad media, del escenario doméstico cercano y conocido, de las habitaciones y las otras estancias de la casa.

La separación temporal, en cambio, es más evidente. Los interludios situados en 2015 son más cortos, de apenas cuatro o cinco páginas, a excepción del desenlace, algo más extenso. Cincelados sobre un fondo oscuro, desnudan las consecuencias de un pasado que iremos conociendo poco a poco. Los flashback, que se retrotraen a 1995, son la base del guion y la clave para entenderlo. Perfilados encima de un azul celeste, u otro color análogo, se nutren de recuerdos, de juegos entre hermanas, de situaciones que una niña no acaba de entender. Rememoraciones que no por ser expuestas con silencios y miradas dejan de ser menos traumáticas. Al contrario, su impacto es mayor por la objetividad que esos dibujos sin detalles transmiten. Resultan tan universalmente reconocibles que alcanzan al lector con mayor velocidad, sin trabas, sin interpretaciones, sin complejas descodificaciones.

Pasa algo muy similar con el componente sociológico. Uno de sus numerosos logros es precisamente el modo en que consigue explicar el contexto a partir de una experiencia estrictamente personal. La desorientación del padre, su desubicación, su actitud, la discriminación a la que se ve sometido como inmigrante, las consecuencias de esa desintegración se palpan sin esfuerzo. Solo con un diálogo y una escena es suficiente, no hace falta más. Apreciamos entonces cómo paulatinamente la hija occidentalizada observa a su progenitor cada vez con mayor distanciamiento. Las cosas que podían tener en común cuando ella era todavía menor de edad van desapareciendo a medida que va madurando, que va reflexionando y asimilando cuanto ha vivido, una sensación que comparte, por ejemplo, con El árabe del futuro.

Paradójicamente, Hafid ha demostrado en su debut una sorprendente veteranía, logrando fusionar, sin que nada chirríe, una técnica austera con un argumento más resbaladizo de lo que aparenta. Evitando los sentimentalismos, ha conjugado diferentes formas verbales sin necesidad de aprendérselas de memoria, únicamente actuando con naturalidad, sin fingimientos innecesarios ni guiños a la galería. Toda una lección de una recién llegada.

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