Todos hemos querido volar alguna vez. Unos por pura diversión, otros para llegar a algún lado. La mayoría, simplemente para escapar. Antonio Altarriba voló el 4 de mayo de 2001 arrojándose al vacío desde una ventana de la cuarta planta de la residencia en la que estaba internado. Nos lo dice Antonio Altarriba, hijo de Antonio Altarriba, en las veinticuatro viñetas que componen el prólogo de El arte de volar, uno de los cómics más perfectos en lo formal y también en lo emocional que el que estas líneas escribe ha tenido la fortuna de echarse a la cara. Una historia que desde que salió de la imprenta estaba predestinada a ser galardonada con el Premio Nacional de Cómic y así fue en 2010. Altarriba pretende contarnos la vida de su padre y para ello escoge el único punto narrativo posible: el de su protagonista.
Más allá de una mayor o menor preocupación estética, el elemento definitorio de la autobiografía como género es lo que Lejeune (1994) denominó «pacto autobiográfico». El resultado es que Altarriba (hijo) no habla de Altarriba (padre) sino que acaba por fusionarse con él en una única voz. En las tres páginas que componen el prólogo y en la primera viñeta del capítulo inicial, «mi padre, que ahora soy yo…» (página diecinueve) está resumido este pacto. Esta argucia narrativa estructura una obra que acaba por colocar su objetivo en la generación de derrotados moral y físicamente por la Guerra Civil, el exilio y la posguerra en España. Unas heridas que, no importa cuántos años hayan pasado, siguen supurando. Sí, El arte de volar es un cómic sobre la Guerra Civil pero con una particularidad. Pese a lo que pueda parecer, en él no hay ni vencedores ni vencidos; solo perdedores, independientemente del bando en que les hubiera tocado jugar durante el conflicto que dio comienzo a todo. Porque todos y cada uno de los personajes que aparecen en esta obra son espectros habitando un país fantasmal.
«Mi padre tardó noventa años en caer de la cuarta planta», nos dice la voz narrativa de Altarriba en la última viñeta del prólogo. Son los noventa años de la vida de un hombre al que vamos a acompañar por las penurias de la España de principios de siglo, la Guerra Civil, el exilio, los campos de concentración en la Francia que creíamos democrática y humanitaria. La misma que después se inventó el mito de la resistencia para olvidar sus propias vergüenzas. Finalmente nuestro propio desarrollismo como país y la llegada de una democracia llena de defectos. Por el camino asistimos a la descomposición vital de una persona que confiesa haber estado siempre fuera de lugar, presa de unas circunstancias que escapaban a su control hasta ese día de 2001 en el que, como último acto de rebeldía, decide por fin volar hasta estrellar su cuerpo contra el suelo. Sin embargo, poca compasión vamos a encontrar en el relato. El narrador ataca por igual a todos, incluso a sí mismo, especialmente en lo referente a la relación con su propio hijo, a la postre encargado de relatar su legado, y en la renuncia a los ideales que hace tiempo han quedado atrás. «Qué bien, por fin no veo nada» (página 143), dice el protagonista después de que en sueños, un águila imperial le haya arrancado los ojos. No ver para poder vivir en la España fascista. Una enfermedad general.
Es imposible leer El arte de volar sin que nos venga Maus inmediatamente a la cabeza. Y es lógico pues entre ambos libros hay dos únicas diferencias explícitas. Una salta la vista, los personajes de El arte de volar son de carne y hueso y no animales. La otra tiene más que ver con la propia naturaleza del medio. En El arte de volar no hay metacómic. Ya no es necesaria esa pedagogía, pues el cómic es hoy un arte plenamente consolidado capaz de tratar cualquier tema por espinoso que sea. La similitud que existe entre las ficciones narrativas cómic, novela… y la historiografía, por cuanto ambos géneros están sujetos a un referente, fue estudiada en su día por Hayden White (1992). Un cómic, como es el caso, puede narrar mejor un hecho histórico o representar un trauma que un texto historiográfico, ya que la fidelidad a unos hechos depende más del autor que del género escogido. Además, el hecho de que al cómic como a la novela se le presuponga (erróneamente) la ficción como elemento diferencial, no implica que el contenido del mismo carezca de veracidad. Si en Maus había una voluntad profundamente documental, esta tampoco es primordial en la obra de Altarriba que se sirve a conveniencia de pasajes y acontecimientos históricos para enclavar la trayectoria vital de su protagonista. Es ahí donde reside buena parte de la universalidad de la obra.
Capítulo aparte merece el impecable dibujo de un Kim en estado de gracia. El autor de una historieta tan popular como Martínez el facha deja a un lado el dibujo sucio del personaje que lo dio a conocer para entregarnos aquí unos trazos limpios, perfectos en cuanto a construcción de fondos. Su lápiz es capaz de adaptarse a las necesidades del tono narrativo de cada momento, pasando de la luminosidad de los eventos más felices de la vida a las sombras que tiñen aquellos más tristes. Es el de Kim un dibujo que en ocasiones recuerda al del maestro Robert Crumb, sobre todo en los aspectos donde se aborda la sexualidad, donde cabalga entre lo desconocido y lo grotesco. También cuando el cómic se torna más onírico y las metáforas comienzan a tomar cuerpo para dejar ver el verdadero significado de una obra que es uno de los mejores retratos de la España del pasado siglo. De nuevo, un testimonio de lo que fue para que no se vuelva a repetir.
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Añade el tuyo[…] Escrito por Diego E. Barros, publicado en Esenciales JD100 en la revista JOT DOWN el 3 -10-2022 […]