Deathco

La tierra de los 10.000 maníacos

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Aunque comienza a ser un secreto a voces, la valía del mangaka Atsushi Kaneko parece no haber generado aún en nuestro país la suficiente masa crítica como para ser considerado uno de esos autores merecedores de trascender el autosuficiente y, en ocasiones, hermético, ecosistema del fandom manga. Craso error. Solo hay que recordar que su primera obra publicada en nuestro país, Wet Moon (ECC, 2016), llegaba ya señalada con el Premio Asia 2014, con el que la crítica francesa distingue al mejor manga publicado en el país vecino a lo largo de cada año. Wet Moon atesoraba, desde luego, virtudes más que evidentes para que el trabajo de Kaneko llamase la atención en Francia. En primer lugar, el autor desarrolla en esta obra de tres volúmenes un relato de crimen y misterio cargado de elementos propios del polar, a los que hay que añadir las características propias de los parámetros estilísticos del propio dibujante.

Y es que, sin llegar a la pulcra línea clara de Jirō Taniguchi, Atsushi Kaneko practica un rotundo trazo en blanco y negro sin paliativos, en el que podemos reconocer afinidades con autores occidentales de lo más variado, desde Charles Burns a Martí, pasando por Víctor Mezzo o David Lapham. Ese gusto por la tinta sólida y bien densa, sumado a la facilidad para generar atmósferas febriles en las que algo parece no acabar de encajar, vincula a Kaneko, efectivamente, a toda una serie de creadores internacionales. Sin embargo, pese a ello y a su contención formal a la hora de diseñar páginas y plantear soluciones de storytelling, el autor destila el exotismo y la desacomplejada capacidad de fabular características del cómic made in Japan.

Esta melange está más presente que nunca en Deathco, la obra de mayor duración hasta la fecha del artista, prevista en siete tomos, que vuelve a gravitar dentro del entorno del género seinen (audiencia adulta y mayoritariamente masculina), decantándose en esta ocasión por poblar un territorio a mitad de camino entre el terror, el suspense y la distopía. A partir de una premisa que lo puede ser todo pero también es capaz de quedarse a medio camino de todo, como es la de una sociedad en la que casi cualquiera puede ser un asesino y un siniestro gremio acapara una siniestra carrera en pos de misiones de caza y captura, Kaneko elabora una historia cargada de referencias y guiños que emana el poderoso embrujo de la complicidad pop.

Hay, para empezar, toda una utilización de resortes icónicos, casi paródicos, del género de terror. Desde el castillo en el que habita la protagonista o sus exageradísimos artilugios mortales, pasando por la querencia por el disfraz de los asesinos, todo parece buscar una complicidad casi subliminal que llegue a los referentes del lector. Allá donde aventuras paralelas en la alienación del canon como el que proponían alrededor del género vampírico películas como Una chica vuelve a casa de noche (Ana Lily Amirpour, 2014) o Déjame entrar (Thomas Alfredson, 2008) jugaban la carta de la deslocalización exótica, en Deathco el nombre del juego parece ser lo imprevisible. A partir de un espectáculo visual hechizante, Atsushi Kaneko desarrolla una serie de episódicas cazas que tan pronto remiten estética y formalmente al expresionismo alemán y La Familia Monster como a cualquier saga de asesinos en serie, fantasías ochenteras como Warriors, los amos de la noche o a thrillers serializados como la saga CSI, con su formato planteamiento-nudo-desenlace.

La magia, en este caso, consiste en que una batidora de referencias tan variopintas tenga como resultado una obra que, a partir de la presencia de un personaje protagonista tan misterioso como subyugante, construye un microcosmos de pulp-terror-fantasía en el que la mesura ni está, ni se la espera. Todo ello, orquestado con unas hechuras turbias en las que se sublima el cliffhanger como herramienta de emoción definitiva. Kaneko ha puesto en marcha una maquinaria perfecta de proximidad/enajenación de la que solo podemos esperar alegrías. Vayan afilando los colmillos.

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