Mentiría si dijera que todo empezó inesperadamente. Antes de pisar Japón por primera vez, en la primavera de 1991, yo ya llevaba al menos diez años soñando con ese país», así comienza Cuadernos japoneses, un canto de amor al «país del sol naciente» realizado por el autor italiano Igort. Desde el comienzo del libro el dibujante nos habla de la relación que ha mantenido con Japón a lo largo de su vida y le acompañamos en un viaje iniciático en el que podrá conocer el país desde dentro. Durante los años noventa, una de las principales editoriales japonesas, Kodansha, buscó un acercamiento al mercado occidental a través de algunos de sus autores. La experiencia fue vivida con diferente intensidad por creadores como el francés Baru o el catalán Ricard Castells. Igort fue uno de los elegidos para conocer una de las más potentes industrias del mundo de cómic (manga en este caso) y en Cuadernos japoneses nos cuenta la experiencia.
Igort (Cagliari, 1958) es un viejo conocido de los lectores españoles con obras tan dispares como 5, el número perfecto o Baobab. Un autor camaleónico que demuestra en cada obra su amplitud de registros y que forma su propia editorial, Coconino Press, para tener el control completo de sus creaciones. En su producción destacan sus trabajos de investigación como Cuadernos ucranianos o Cuadernos rusos, terrible documento dedicado a arrojar luz sobre el asesinato de Anna Politkóvskaya, un trabajo que demuestra el compromiso de Igort con un tipo de historieta concienciada con su tiempo. Pero será en Cuadernos japoneses donde descanse de tanto horror para enamorarnos con un libro que no es un fin, sino una ventana abierta para seguir descubriendo un país que, tras la lectura, nos seduce, igual que sedujo en su momento al propio autor. A través del cómic nos acercamos al alma de Japón, vista con una mirada occidental. Igort muestra la extrañeza que le ocasionan algunas de las costumbres del país, así como su profunda admiración y respeto por su arte y cultura.
No es casual que podamos ver cómo nace una estrecha amistad con Jirō Taniguchi, el más occidental de los autores japoneses, quien, a través de libros como El caminante o Paseos de un gourmet solitario, nos adentra en la cotidianidad de su país, convirtiendo en aventura los paseos de sus protagonistas.
Al igual que en la obra de Taniguchi, Igort nos permite acompañarle por los paisajes que recorre durante su estancia con el ritmo pausado de quien sabe que la propia belleza de lo visitado es excusa más que suficiente para sostener la narración.
En Cuadernos japoneses asistimos a un compendio de lecturas, autores e historias que Igort entrelaza sin prejuicios para generar un enorme tapiz en el que alta y baja cultura, tradición y modernidad se dan la mano siguiendo el libre discurrir de su memoria. Así, es fácil encontrar acercamientos a la figura de Mishima y a las películas de serie B de la Nikkatsu, conocer la historia real de Sada Abe, en la que se basaría El imperio de los sentidos, además de la vida del poeta Matsuo Basho. Otros invitados ilustres serán creadores como Hayao Miyazaki y el universo Gibli, adentrándonos en la relación de su cine con la realidad de la posguerra.
La mirada extraña y fascinada de Igort se posa sobre algunos de los lugares comunes de Japón, como los luchadores de sumo o la adoración por los crisantemos, pero tiene también espacio para mostrar algunas sombras del país, como la existencia de un sistema de castas heredado de épocas milenarias que aún muestra su presencia en nuestra época.
Igort tuvo la oportunidad de conocer desde dentro la industria del manga realizando su propia obra, Yuri, que gozaría de gran éxito en el mercado e incluso le llevaría a ver cómo funciona el mundo del merchandising de las obras escogidas por los lectores como sus favoritas. La diferente forma de entender el trabajo entre nuestros pueblos adquiere una especial relevancia en este capítulo y asistimos estupefactos al ritmo de producción infernal que requiere la industria del manga y al modo en el que los autores, tanto los propios como los foráneos se adaptan a él para producir cantidades ingentes de páginas en tiempos récord para satisfacer a un público ávido de nuevas sensaciones. La relación con el editor Tsutsumi Yasumitsu nos mostrará la necesidad de Igort de integrarse en el difícil mercado japonés y supondrá uno de los escasos momentos de tensión del libro.
En Cuadernos japoneses fluye el dibujo, pasando del cuaderno de viaje a las páginas de cómic con una facilidad pasmosa, fotografía, reinterpretaciones de sus obras de referencia, páginas de diferentes épocas se dan la mano en una mezcla de géneros que nos muestran el grado de maestría que ha alcanzado el autor y que hace que esta lectura sea especialmente recomendable para lectores poco habituados al medio.