Después de más de una década en las trincheras del fanzine y la autoedición (Kovra, Altar Mutante), Don Rogelio J hizo su entrada en el circuito de la edición convencional con Desde abajo (Autsaider, 2017), título ambientado en un futuro oscuro, violento y marcado por el control político sobre las personas, una distopía de libro que tomaba un desvío interesante al convertir a la música en la fuerza subversiva que encauzaba la resistencia al régimen. Cuando el poder administra las «representaciones culturales correctas» mediante asépticos conductos digitales, someterse a la onda expansiva de la música en directo y apreciar la imperfección de los viejos soportes (el casete, el vinilo) se convierten en actos de insumisión; emitir a través de una radio clandestina pasa a ser terrorismo. Lejos de caer en una edificante exaltación de la libertad creativa, el cómic era más bien un cañonazo punk, una especie de versión sucia y ácrata de Rebeldes del swing coherente con el pasado (y presente) fanzinero del autor.
Tierra muerta (Autsaider, 2020), su nuevo trabajo, puede interpretarse como una reelaboración del mismo mensaje por medios más sutiles. En él, el autor se presenta bajo formas menos extremas, contiene sus ritmos y aligera sus páginas. Paralelamente, le baja unos octanos al espíritu nihilista presente siempre en sus cómics y ofrece un relato con otros matices. De nuevo la acción transcurre en un escenario distópico y de nuevo la música se nos muestra como el único antídoto frente a la alienación política. Las protagonistas son un grupo de músicas que emprenden una gira abocada al fracaso. Sobre sus cabezas se ciernen los tentáculos del control social, pero también su falta de medios y, sobre todo, su desconfianza hacia la frontwoman que las ha contratado, una compositora de talento con la que el grupo ya ha tenido algún encontronazo. En este escenario, los conciertos representan el único momento de catarsis en el que se superan las restricciones. También son la única ocasión en la que las relaciones sociales se relajan y las protagonistas entablan una comunicación entre sí y con «el otro», el público, directa y confiada. La música se nos muestra como un ritual de resistencia que genera relaciones de protección y ayuda mutua frente a un orden social opresivo. Cada una de las ciudades en las que tocan representa una forma distinta de corrupción política y entre todas ellas terminarán devorándolas. La «tierra muerta» es el espacio entre unas y otras que recorren en su furgoneta.
Frente a la galería de roedores, criaturas unguladas y homínidos deformes que suelen protagonizar los relatos de Don Rogelio J, en las páginas de Tierra muerta comparece por vez primera la humanidad, una humanidad retratada de forma no excesivamente favorecedora pero sí reconocible. No solo eso, el autor abandona su habitual nervio narrativo y concede espacio para que los personajes puedan mostrarse. En contraste al ritmo frenético y el horror vacui al que nos tiene acostumbrados en sus páginas, hay ahora espacio para respirar. La presencia de color, otra novedad, contribuye decisivamente a oxigenar sus planchas, y ello a pesar de haber elegido como predominantes dos tonalidades tan poco armoniosas entre sí como el rojo y el azul. Con menos urgencia y más espacio por delante, el autor se permite experimentar con las formas, desarrollar una narrativa más sofisticada que concede un protagonismo notable a las composiciones de página y en la que no faltan planos silenciosos tan evocadores como los que abren y cierran el cómic. Don Rogelio J buscando la belleza, quién lo diría.
¿Es Tierra muerta el mejor trabajo, el más complejo y maduro de su autor o simplemente lo parece porque se nos presenta bajo formas más amables? Parece poco discutible que no estamos ante una adulteración, ni mucho menos ante una renuncia a las propias claves creativas para alcanzar un público más amplio. Al contrario, parece más bien que Don Rogelio J se propone llegar al mismo destino, pero saliéndose de un camino que ya ha explorado suficientemente. Es al exponerse y probarse en registros nuevos cuando resulta posible apreciar en su obra matices que hasta entonces no estaban o no resultaban perceptibles. Por el riesgo asumido y por sus muchos aciertos, Tierra muerta supone un decidido paso adelante en la trayectoria del autor.
Por una broma del azar, este título ha visto la luz tras la pausa impuesta por una pandemia mundial que deja tras de sí un mundo cada día más parecido al peculiar universo del autor. Hace ya varios años que la distopía se revela como uno de los códigos más acertados para interpretar la contemporaneidad, quizá porque el presente parece empeñado en confirmar algunos de los peores presagios del pasado. Las sucesivas crisis económicas, la decadencia del modelo energético, el cambio climático o las más recientes mutaciones del panorama geopolítico global dibujan un presente extraño y lleno de incertidumbres, terreno abonado para el escepticismo y la paranoia. Narraciones distópicas como las de Don Rogelio J abren una ventana para que podamos contemplar hacia dónde nos dirigimos y cómo acabaremos si nadie lo remedia. Y no parece que nadie vaya a remediarlo.