Si el matrimonio Allred es el pop en el cómic y Daniel Warren Johnson y Mike Spicer son el metal, Alexis Ziritt y Fabian Rangel Jr. son el rock duro que escucharía un Ángel del Infierno. Un Ángel del Infierno puesto de LSD y tequila cuya moto pudiera viajar por el espacio a la velocidad de la luz. Y convertirse en un Megazord de los Power Rangers.
Partiendo de la básica premisa que podríamos haber encontrado en una multitud de series de dibujos animados de los ochenta (una federación de guardianes espaciales que protege el universo del mal en su estado más puro), Space Riders es la fantasía de un adolescente que quiere hacer el cómic más macarra y brutal de su clase, pero llevado a cabo por adultos que saben escribir, dibujar y sobre todo colorear cómics. Ziritt y Rangel Jr. se desahogan con una «space-heavy-metal-opera» con tintes de viaje espiritual y enfrentamiento a la oscuridad primigenia en la que conoceremos al Capitán Peligro de los Space Riders, el cuerpo protector más jodidamente duro de la galaxia, al que acompañaremos en su caída en desgracia y recuperación de la confianza del grupo mientras recluta a una tripulación y se enfrenta a la amenaza definitiva. Se trata de una fiesta de acción socarrona, desintegraciones por rayos láser, desmembramientos y batallas espaciales (tanto físicas como psíquicas) rocambolescas y herederas de la ciencia-ficción y fantasía pulp y el underground más tosco. Pero esta nave no va en piloto automático, y la ejecución final, si bien ligera, está sorprendentemente bien medida, teniendo en cuenta los juguetes utilizados. La trama, disparada en ráfagas cortas y veloces, sugiere en ocasiones la gravedad filosófica del Jim Starlin más cósmico, pero con el frenetismo conciso de Jack Kirby, al que la obra debe mucho de forma nada disimulada. Space Riders entretiene como una película de acción ochentera estadounidense de machotes (con refrescante ascendencia latina en este caso), y lo hace sin disculparse ni dar explicaciones. Ni falta que le hace.
La paleta de Ziritt es un recordatorio de que el color no está en el cómic para reproducir el mundo de forma realista (aunque, ¿puede haber realismo en una historia de dioses primigenios espaciales, babuinos místicos y naves con forma de calavera?), sino para enfatizar, guiar y, en este caso, provocar una conexión consciente con el espíritu del pulp y la época en la que los medios de reproducción de color no eran mecánicos. Gritos rosas, aullidos amarillos y susurros cian en un espacio cambiante que bien puede ser negro en una página y rojo en la siguiente, y, por algún motivo, al igual que ocurre en las daltónicas páginas a color de Araki Hirohiko para Jojo’s Bizarre Adventure, son los colores que deben ser pese a ir en contra de toda lógica. Esta coherencia se transmite desde las viñetas hasta los espacios en blanco entre ellas, envejecidos falsamente para imitar el paso del tiempo y la imperfección del papel de pulpa de los cómics de otra época. También la rotulación ha sido llevada a cabo con mimo, sugiriendo una personalidad distintiva acorde con los seres que luchan en esta historia, algo que incrementa la fluidez de lectura. Así pues, es innegable que la estética es la gran protagonista, pero no la única, a diferencia de otro tipo de propuestas de aspecto pueril.
Space Riders es la lisergia gráfica de Estela Plateada: Negro, la chabacanería espacial de Lobo, la espiritualidad cósmica de Kirby y Starlin, la libertad de la película de animación Heavy Metal, el fanzineo más desenfadado, y seguramente se asemeje bastante a lo que será un viaje de peyote espacial cuando pueda llevarse a cabo. En sus páginas (originalmente publicadas por la editorial Black Mask Studio, nombre deudor a su vez del pulp de principios de siglo XX) hay mucho de todo y en las medidas justas para no quedarse corto y caer en la macarrada burda (que lo es), ni excederse hasta el punto de ser una cacofonía de ideas ilegible. Cruza el umbral de las puertas de la percepción, enciende los motores secundarios, abre el tercer ojo y dispara tu cañón láser.